DE CÓMO REACCIONABA YO ANTAÑO CUANDO VEÍA “AMADEUS”

Ayer volvimos a ver -vi- Amadeus. Y volvió a pasar lo que últimamente me viene ocurriendo en bastantes ocasiones de los últimos meses. En varios momentos culminantes de la obra mis lágrimas rodaron de una manera suave, dulce, casi sin sentirse, solas, en su independiente existencia, casi libre. Sí, allí estaba yo contemplando la derrota de un hombre que había pretendido llegar a lo más alto y que se hallaba recluido en un sanatorio psiquiátrico. Allí le rinde confesión a un sacerdote. Allí le explicaba su vida. Allí le expuso la historia de una admiración y de un odio. Salieri y Mozart. La fuerza del deseo impotente frente al genio omnipotente. Y el  resultado de una rebeldía monstruosa (no se puede olvidar la escena en que, ciego de ira, Salieri quema el crucifijo en su chimenea acusando a Dios del fracaso de su destino ante la magna obra del genio, verdadero destructor de su existencia). La rebeldía es seguida de una meticulosa venganza que procede a llevar a cabo. Hasta que incluso la consumación de esa venganza proporciona al genio la mayor de las glorias y hunde al mediocre en la mayor de las mediocridades y en la derrota absoluta.
Cómo olvidar las expresiones de éxtasis y los gestos de las manos de Antonio Salieri recordando la magia de su joven rival. Eran la expresión del reconocimiento de la belleza absoluta, de la gloria total; la plasmación emocionada del goce pleno antes de percatarse de la forma más dolorosa que aquella perfección no era obra suya, sino de otro, alguien que ya poseía dentro de sí el germen de la misma, alguien que no necesitaba bucear dolorosamente en busca de la misma, que sólo tenía que transcribir al papel lo que le surgía en la prodigiosa cabeza.
Al final, el mediocre no puede hacer otra cosa que es el reconocimiento supremo de su mediocridad. La escena final de la obra, en la que Salieri, transportado en silla de ruedas por un empleado del sanatorio, va diciendo unas palabras que me llegaron hasta lo más hondo: “Mediocres del mundo, yo os absuelvo. Yo, el más mediocre de todos. Mediocres del mundo; yo os absuelvo, yo os absuelvo, yo os absuelvo…”
Esta es mi historia contada a grandes y doloridos rasgos.
La historia de alguien que quiso ser y sólo tuvo que conformarse con un incipiente destrozo de su moral a manos de la impotencia y de la imposibilidad.
La historia de una serie de progresivas renuncias, de una serie prolongada de remodelaciones de planes, de objetivos. Y en cada progresiva remodelación observaba, transido de impotencia, cómo cada vez era mayor la bajada, el acercamiento a la nada.
Ayer le pregutaba yo a MF por qué me ocurría esto de los últimos meses, lo de llorar de esa manera entre escenas que remedan vivencias mías. Ella, sabiamente, me miró y no contestó, porque sabía que yo sé la respuesta.
Y también sé que esa respuesta me llena de amargura.
Entrada de mi Diario, de 5 de marzo de 1989

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