LA MANO DE TU PADRE (MICRORRELATO)

Muere tu padre. Lo intuías desde hace varias noches. El rapidísimo proceso de degeneración te ha dejado sin capacidad para asimilar cuanto te sucede. Pero lo has antevisto con precisión de cirujano, el mismo que te dijo que ya no se podía hacer nada por él. Agradeces que su dinero haya permitido los cuidados de que gozó antes de irse. También los dilatados horarios de visita que permitían verle todos los días al salir de tu trabajo, tan exigente. Cuando lo trajiste a esa residencia, al principio, le hablabas todo el rato de las ventajas de estar allí. El protestó siempre, pero tú no cejaste, y él no tenía fuerzas para oponerse ya, más allá de las palabras, que a esas alturas no ejercen ninguna resistencia efectiva. Al principio, te justificabas; luego empezaste a hilvanar tus recuerdos con los suyos, para ver si concordaban bien, o para intentar completar tu eje cronológico. Aquella situación inicial no duró mucho. Y pese a su desvalimiento creciente, no solías tocarle, fuera de las comidas o algún apoyo puntual; él tampoco lo demandaba. Pero cuando al poco ya no pudo levantarse de la cama, vuestro vínculo insospechado fue la mano. Se la cogías con delicadeza, y sentías su calor, y tú sentías que sentía el tuyo. Coincidieron ambos fenómenos: su inmovilidad, con la imposibilidad de comunicarte con palabras. Él dejó de pronunciarlas. Tú insististe, porque siempre ha sido el modo en que te has relacionado con el mundo y sus moradores. Pero al poco, dejaste de hablarle tanto, cansado de tanta palabra sin retorno. Fueron vuestras manos enlazadas las que mantenían el vínculo. Él nunca había sido dado a las caricias, pero ahora era su única forma de comunicarse contigo, y agradecías que al menos quedara eso. Aunque viéndooslas juntas renegaras otra vez de los feos rasgos de tus dedos, al lado de la belleza y proporción de los suyos. Sólo que esta vez no despotricaste contra la naturaleza, que tan poca misericordia tuvo con esa parte de tu cuerpo. Porque te permitía transmitirle mensajes a su mente disminuida: cuando la apretabas, la acariciabas, o la recorrías con un dedo de la otra, le decías de algún modo que estabas allí, que no estaba solo, que lamentabas que no os hubierais acariciado más en otros tiempos más radicales, incluso que aún podías jugar con él, aunque hiciera muchos años que dejaste de hacerlo. Fueron las manos vuestro último vínculo. Supiste que se moría, aun cuando seguía mirándote con esos ojos desorbitados. Pero intuiste que esa mirada sólo era un reflejo de la parte más primaria de su cerebro, que su limitada voluntad ya no le respondía. Lo tuviste claro, porque dejó de apretarte la mano y de reaccionar a lo que hacías con las tuyas. Desde ese momento, te prometiste no soltarlo ya, aunque la postura te resultara muy incómoda, inclinado a medias sobre su cuerpo. Creyendo favorecerte, no esperó más que un par de horas para descansar definitivamente, para que no se te cansara el brazo ni la espalda, para dejarte ir, mientras él también se iba.

Del libro inédito Micrólogos

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