HITOS DE MI ESCALERA (44)

Ahora parece que llevan con nosotros toda la vida: me refiero a los ordenadores, a los teléfonos inteligentes (sic) y a la internet. Pero hubo un tiempo en que no estaban, y los humanos hacíamos todo con las mejoras que la tecnología iba aportando, pero sin la ayuda (y dependencia) de esos tres elementos que hoy resultan omnipresentes. De los tres elementos mencionados, el primero al que tuvimos acceso fue la informática, concretamente los ordenadores. De mi acceso inicial a ese mundo fascinante trata este apunte de hoy.

Nos habíamos quedado en el anterior hito en que, tras las oposiciones, yo había accedido a mi propio instituto de la adolescencia, donde impartiría unas horas de clase de Ética -muchas- y otras de la Historia Contemporánea de COU -pocas-. Por eso, aunque suene extraño, yo pertenecía a dos departamentos. Aunque pasaba mucho más tiempo en el de Filosofía. Por varias razones: 1ª) Tres cuartas partes de mi horario pertenecía a dicho depto. 2ª) Impartía una asignatura para la que no tenía más preparación que una cultura general y mi propio carácter, por lo que necesitaba muchas veces que me indicaran el camino por donde tirar, hasta que fui creando mi propia trayectoria. Y 3ª) Los compañeros filósofos estaban más grillaos que los de Historia, pero eran mucho más divertidos e interesantes, sobre todo dos de ellos, Emilio Geijo y Javier de la Torre. Este último tendría una importancia capital en lo que hoy nos ocupa.

Hasta la fecha yo había escrito mucho. No sólo en plan literario, sino apuntes y trabajos académicos, la cuestión periodística con la revista Campus, etc. Pero todo había sido escrito a máquina, con la oficinesca Olivetti paterna. Con ella yo había aprendido a escribir al tacto al acabar COU, y siempre me había manejado bien con todos los dedos. Pero, claro, cada documento era único, y como te equivocaras… Las copias a carbón nunca fueron de mi agrado, y mi perfeccionismo con todo lo que tuviera que ver con la palabra no me hacía estar muy contento con los resultados. Pero era lo que había. Pero una tarde de octubre, sobrevino el milagro.

Yo le estaba pidiendo consejo a Javier para elaborar mis primeros exámenes, y ver cómo lo enfocaban ellos. Él me dijo que esperara que los cargaba en el ordenador, y que luego los podía combinar como quisiera, cortando aquí, pegando allá, etc. Al principio, no entendí nada, hasta que de un archivador de plástico donde había ¡diskettes de 5″ 1/4! sacó uno, lo introdujo en la ranura, et voilà, allí empezaron a aparecer sus exámenes. Hizo unos simulacros y me quedé estupefacto. No sólo se podía cambiar la letra, el orden de las preguntas, modificar cuanto se quisiera, sino que ¡se podía guardar!, por lo que no era necesario volver a teclearlo otra vez, sino trabajar sobre lo hecho. Aquel ordenador de aquel departamento, cuya naturaleza ahora no recuerdo (hablamos del año 90) iba asociado a un monitor ¡monocromo! de 12 ó 15 pulgadas y vinculado a una impresora ¡de 9 agujas! que hacía un ruido infernal pero ¡podía tirar las copias que uno deseara!, y siempre iguales. Y aunque fuera en papel continuo, ¡fue una epifanía!

Por supuesto, manifesté todo mi interés en aprender a manejar aquellos artilugios, para los que ya estaba maquinando un sinfín de utilidades de mis universos literarios. Y eso que aún sólo hablamos de un procesador de textos. Nada que ver aún con el mundo fotográfico. Sólo palabras.  Y como en ese departamento manejaban el WordPerfect (versión 5.1, para DOS, y manejo exclusivo de teclado), fue con el que me inicié y en cuya compañía he escrito casi todo en todos estos treinta años largos. De hecho, estas palabras brotan del mismo programa, pero en su versión 8 para Windows, en color, y con ratón. Notables diferencias, e infinitas comodidades actuales, claro, porque el recorrido previo ha sido largo.

Así que aquel curso 1990-91 hice abundante y progresivo uso de aquel ordenador. Y cuando realizamos la revista Nosotros de ese año, fue tecleada íntegramente en los aparatos de un aula específica, cuando todo lo que se hacía con ellos parecía magia blanca, anticipando la perfección mucho más cercana de lo que lo había podido imaginarla nunca. Dos años después, cuando me dieron mi traslado definitivo a Asturias, mi primera compra sería un ordenador y su impresora, antes incluso que el televisor. Y desde entonces, la informática ha sido uno de los mundos que componen mi más profunda esencia, y a la que le dedico muchas horas semanales para casi todo. Pero la emoción con que manejé el teclado aquellas primeras veces, ante un monitor de color azul y con el cursor parpadeando su rectangulito blanco, ya no la volvería a sentir con igual fuerza.

2 Comentarios

  • Emma
    Posted 30 de mayo de 2021 08:22 0Likes

    ¡Mae mía, qué tiempos! Yo también empecé con un artilugio semejante. Con la pantalla en azul, el cursor parpadeante, los discos de 15”1/4.
    Había alimentado mi imaginación con las lecturas de Ciencia-Ficción. Aquel Hal 9000, que imaginé, y luego vi, en la película de Stanley Kubrick; la Biblioteca Universal, que llevaba en su bolsillo, uno de los protagonistas de la serie “Fundación”, de Isaac Asimov, y todo ese largo etcétera de autores míticos.
    Cuando me senté, por primera vez, delante de aquel ordenador, que no tenía ni sistema operativo ni disco duro, no podía sospechar que mis ilusiones de juventud se verían tan superadas por la realidad que vivo ahora.
    ¡Qué viejos somos, amigo mío! Yo, más que tú, aunque, o para lo que nos ocupa nos aproximamos bastante.

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 3 de junio de 2021 11:37 1Likes

      Pues es bien cierto lo que dices. Si apuntaba ese hito es porque para mí fue un antes y un después, sin dudarlo. Pero nadie podía imaginar (salvo mentes privilegiadas como la de Tesla, Gates, Jobs, Musk, etc.; o anticipatorias como Verne, Clark, K. Dick) lo que la tecnología iba a suponer ya sólo en cambios sociales. De los otros cambios, ya ni hablamos. Y, bueno, sí, eres un poco mayorcilla que yo, pero como apuntas bien al final, para lo que nos ocupa, tamos a la par, fía.

Deja un comentario