HITOS DE MI ESCALERA (43)

Este hito, en realidad no va a comentar un momento, sino el encuentro más impactante que he tenido en la vida. El que me instalaría definitivamente en el mundo laboral, mi trabajo de profesor de enseñanza secundaria de Geografía e Historia. No es un hito puntual, es un hito de iniciación, de advenimiento, de acceso a un mundo que era de otros, y que desde entonces ha sido el mío.

Tras admitir que todos los númenes del universo se habían confabulado para otorgarme el beneficio de la duda, y permitirme aprobar una oposición para que enseñara lo que sabía a quienes lo ignoraban, pude comprobar que seguía bajo su efecto benéfico. Cuando tuve que elegir centro, pude elegir provincia: León; pude elegir ciudad: León; pude elegir instituto: IES Padre Isla. Hubo que pagar un precio para ello, sin embargo. Pero comenzar mi desempeño de profesor en el mismo lugar donde fui alumno (v. Hitos nº 13, 14, 16, 17, 19, 20, 21) no está al alcance de cualquiera, y bien merecía el pequeño sacrificio: la plaza de mi antiguo instituto implicaba jornada lectiva en diurno y nocturno; y, además, contemplaba sólo 4 horas de Historia (mi materia) y catorce -¡14!- de alguna materia a determinar del Dpto. de Filosofía. No saber gran cosa de esta disciplina no me arredró. Pero la suerte seguía conmigo: mis compañeros filósofos me endosaron una materia de su sección que no les gustaba dar: la Ética. Y así, mi primer curso de docente impartí 4 h. de Hª Contemporánea en un COU, y 14 h. de Ética en 1º, 2º y 3º de BUP. Por la mañana, por la tarde, y parte de algunas noches. Pero me dio igual. Mi estado de excitación ante lo que se me venía encima es difícil de transmitir, pero si me hubieran encargado los planos para remodelar el edificio del instituto, o bien ejercer de amanuense de alguno de mis compañeros filósofos, habría aceptado sin problema. ¡Iba a dar clase donde antaño me la dieron a mí!

No cabe reflejar en estos hitos las múltiples sorpresas que ese curso increíble me fueron sobreviniendo, semana a semana, donde todo era nuevo, pero mi energía, inagotable en apariencia, podía con todo, y encima proponía alternativas. No cabe comentar in extenso el entusiasmo que pude desplegar ese curso 1990-91 en todas las tareas que abordé. No se puede recalar en cada novedad que las clases me procuraban a diario, en cada reacción ante problemas que jamás había tenido, en cada proyecto que propuse (y me aceptaron), en las decisiones pragmáticas que fui tomando cuando la carga de trabajo amenazó con colapsar mi triunfal estancia académica. Son demasiadas cosas. Pero debo comentar alguna generalidad.

Cuando uno comienza de profesor, aun no habiendo querido serlo jamás, siempre tiene una postura idealista, que busca solucionar o remediar los problemas que como alumno recordaba, y en los que no desea  incurrir cuando se halla “al otro lado de la barrera”. Aquel curso yo fui el profesor del año. No sólo por ser un ex-alumno que regresaba como profesor. Fue por más cosas: por novedad, por empuje, por proyectos, por cercanía, por carácter, aunque no todo fuera coser y cantar. Aquel curso, por fortuna, no tuve que dedicarme a preparar materias de Historia o Geografía (sólo tenía una asignatura, que además era de mi especialidad), sino a preparar materiales con los que trabajar la Ética, que en mis manos se convirtió en un impresionante laboratorio de psicología aplicada a la adolescencia. Eso sí fue un máster en entender qué son los adolescentes, cómo respiran, qué desean, qué detestan y cómo se les puede conducir a donde uno desea. Eso sí fue un curso acelerado de didáctica y pedagogía en propia carne, por la vía rápida y sin respiro para valorar. Y no la mierda del CAP que hube de obtener para aspirar al puesto.

En la práctica diaria de clase, comprobé las diferencias entre las ternuras propias de los alumnos de 1º de BUP y las picarescas que ya habían adquirido los de 3º, una vez superadas las apáticas y desconfiadas formas que habían tenido en 2º. Comprobé que un mismo material podía servir en los tres cursos, pero que el modo de abordarlo había de variar sustancialmente. Comprobé que podía ser muy cercano, lo que era muy bienvenido en general, pero también observé que eso podía generar abusos. Comprobé, por fortuna, que mi carácter se adecuaba estupendamente al cargo, lo que me ayudó mucho en evitar los principales riesgos de mi profesión. Ello me permitió cortar de raíz el paso de la cercanía al colegueo, cuando algunas de esas situaciones se dieron. Aprendí a ser duro cuando procediera, sin que me temblara la mano. Pero, sobre todo, aprendí a dejar siempre vías de escape al alumnado, y a favorecer su reintegración, eliminando progresivamente cualquier tipo de rencor de mi parte, lo cual no fue tarea fácil, habiendo sido quien había sido. Pero, sobre todo, comprobé que me encantaba dar clase, hablar a un auditorio que se bebía mis palabras, y al que conseguía muchas veces hacer bailar al son de mi discurso, o de mis preguntas dirigidas. Esa sensación de control de una clase (asegurada no por la represión ni la potestas -salvo en casos extremos-), sino por el diálogo, la coherencia, la comprensión y la auctoritas, se convirtió en la mayor droga que yo he consumido en mi etapa adulta.

Ese primer curso de mi etapa docente me embarqué en más singladuras de las que podía asumir (curso de iniciación a la fotografía, curso de práctica de revelado en laboratorio, coordinación de la revista del instituto, acompañante-responsable del viaje fin de estudios de los de COU a París-Bruselas-Amsterdam), y aun así pude con todas ellas, la mayor parte de ellas arribando a buen puerto. Son cosas que se hacen por lo común al principio. Es imposible exudar tanta energía durante mucho tiempo. Pero hay que hacerlo en el momento correcto. Creo que cumplí.

4 Comentarios

  • Emma
    Posted 2 de abril de 2021 07:24 0Likes

    ¡Qué momento, ese en el que descubrimos la diferencia entre la “auctoritas”” y la “potestas”!
    Efectivamente, el poder se da por supuesto y, en la mayoría de las ocasiones, no se sabe qué hacer con él. La autoridad te la concede el grupo y es el fruto del buen hacer que describes en este hito.
    Puedo imaginarte, ese primer curso, exudando energía por todos los poros. Multiplicándote para abarcar lo inabarcable. Siendo el alma de tu centro. Te imagino y me enternezco. Y también siento un poco de envidia y orgullo de amiga.
    ¡Qué diferente, tu primer curso del mío! Fue hacerme cargo de aquel Párvulos de 5 años, compuesto por 25 niños (en masculino y plural) y ser consciente de que solo sabía que no sabía nada; de que la carrera no me había preparado para acompañar a aquellas criaturas en el proceso. Tuvieron que pasar muchos años, de formación acelerada, de consejos de mis compañeras, de lecturas compulsivas, para llegar a sentirme Maestra.

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 2 de abril de 2021 10:35 0Likes

      Pues bien que lamento que las diferencias entre tu primer año de docencia fuera tan distinto al mío. Seguramente, porque la preparación para tu puesto no fuera la que correspondiera, y luego tú hubieras de suplir las carencias previas con la práctica diaria. O bien porque tu carácter al principio se viera algo desarbolado por los idealismos previos, poco confirmados en el día a día. Pero luego, ya tú… O sea. Porque también me consta que tú sabes distinguir muy bien “auctoritas” de “potestas”. Y bien que lo saben tus ex-alumnos, que te saludan por doquier por la calle.

      • Emma
        Posted 3 de abril de 2021 06:48 0Likes

        Esas diferencias tuvieron que ver con el nivel que me adjudicaron, por llegar la última: Párvulos. Con que me hubieran dejado un segundo (curso en el que había hecho prácticas y aprendido de la maestra), el drama no hubiera sido el mismo. ¡Párvulos! ¡¿Qué sabía yo de Párvulos?! Nada. Si me hubiera estrenado con un séptimo, o con un octavo, otro gallo me hubiera cantado. Triunfé, en los tres meses de prácticas que hice en octavo
        Pero ese era el respeto que se tenía por la infancia y por la Educación: cualquiera servía para dar clase de cualquier cosa. Digo “dar clase”, porque lo de enseñar, es otro cantar.
        Recuerdo con horror los primeros seis meses. El último trimestre, gracias a Evangelina, maestra de Párvulos de las niñas, a Pilar, mi compañera de la facultad y a un libro maravilloso “El arte de contar cuentos”, de Sara C. Bryant, logré disfrutar un poco de la docencia.

        • Eduardo Arias Rábanos
          Posted 4 de abril de 2021 08:22 0Likes

          Pues claro. Los inicios son siempre jodidos. No te cuento yo sobre la idea que tenía de la adolescencia, a la que en secreto odiaba, o despreciaba, o yo qué sé. Por no hablar de mi inclusión en un departamento en el que, curiosamente, la asignatura que no querían dar era, a mi juicio de hoy -no de entonces-, la Ética. ¿Qué sabía yo de ética? Sin embargo, haciendo de la necesidad virtud, se fue completando el ciclo de aprendizajes. Acelerados, eso sí, porque si no, acababas en el hoyo. En tu caso, tuviste algún hada madrina cercana, apoyo bibliográfico -siempre- y tu voluntad de querer, que seguro que fue lo que más te ayudó

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