HITOS DE MI ESCALERA (19)

La conclusión de 2º de BUP -15 años, recién cumplidos- supuso el final de mi vida académica desastrosa en el instituto, y de la sensación tan desagradable de estar tan perdido en un aula. No volví nunca a cosechar notas tan malas. Pero todo pasa, y al acabar ese curso había que optar por un 3º de “letras” o de “ciencias”. Y ése fue el comienzo de la maravilla. Comenzar el curso sólo con letras y sin números fue para mí algo tan gozoso que, pese a que mi cabeza aún daba bandazos por mi timidez y por los efectos propios de la adolescencia, estaba tan feliz con asignaturas que me importaban, que las dificultades inherentes a ellas me afectaron más bien poco. Porque dificultades hubo, sobre todo en Griego y en Francés. Pero ¿qué suponían, en comparación con las habidas en Física y en Matemáticas? Nada, absolutamente nada. Ahora, la Literatura, la Historia, el Arte, la Lengua, crearían para mí el edificio donde me alojaría ya para siempre. Letras puras, se decía entonces. Literatura, Latín y griego. A pesar de la inepcia de la profesora de griego, del férreo marcaje de la profesora de francés, y de la prorrogada dureza del profesor del latín (el mismo cuyo episodio narré más arriba), el 3º de BUP supuso un paseo militar en comparación con los dos cursos precedentes. Encarrilaba mi vida académica y mis gustos se acomodaban a las exigencias.

Pero ese curso tendría también unas consecuencias imprevistas, aunque positivas, en el ámbito del pensamiento. En aquélla, la religión era obligatoria (ya ha sido relatado mi progresivo alejamiento de la religión católica y, sobre todo, de su institución dirigente, la Iglesia). Pero ese curso, mi apartamiento iba a hallar una justificación teórica. Y sería de tal calibre, que pasaría del simple rechazo a la furibunda militancia anticatólica. Lo sorprendente no vino porque no la fuera a hallar en algún momento, sino por dónde la encontré: nada menos que ¡en el propio libro de religión! El cura que nos daba la materia -don Víctor- era un desastre como docente, aquejado de una halitosis excluyente, pero era buena persona. Nada que ver con los agresivos córvidos de cursos anteriores. Si aquel cura llega a saber que el mismo libro de ECIR que teníamos como oficial (“El cristiano en el mundo de hoy”, de Millet, Corbín y Comes) influiría en mí como lo hizo, le hubiera dado un auténtico pasmo. El caso es que en el programa oficial venía una relación de pensadores ateos, que habían hecho críticas más o menos violentas contra la religión católica. Y en las reseñas de dichos autores fue donde bebí con avidez, porque lo que habían escrito era el fundamento teórico que yo necesitaba para justificar lo que había ido pensando y sintiendo por mi cuenta. De ese modo tan curioso accedí a resúmenes de la ideología de personajes clave en mi vida posterior como Karl Marx, Miguel de Unamuno, Friedrich Nietzsche, Albert Camus o Jean-Paul Sartre. Aquellos capitulitos fueron la puerta de acceso a mundos que había buscado sin saberlo. Fueron la antesala a lecturas ya personalizadas de cuanto dichos pensadores ofrecieron. Quienes crearon ese currículum no cayeron en la cuenta de que, pretendiendo adoctrinar, estarían ofreciendo el alimento “corruptor” que mayor daño podría hacer a la institución que representaban. Para mí fue un maná, al que nunca podré estar suficientemente agradecido. Aquellos febriles subrayados -que hoy he repasado, pues conservo aquel libro, capital en mi vida- fueron las vías que me adentraron en una senda que hoy aún transito, feliz y contento, pero sobre todo, con la justificación teórica que el asunto requería.

Deja un comentario