Mientras el cielo se desploma en cascadas, bramidos y destellos, y mi cuerpo me revela las deficiencias de una casi promediada cuarta decena de años, muchos mundos diversos y fantásticos se arremolinan, convergiendo para regalarme la excusa del reposo y del pensamiento existencial. Me doy cuenta de que no atesoro más que colecciones de quimeras, sin vislumbrar que me afano en adquirir pericia en el único oficio en el que no basta con conocer bien el oficio. Acaso por esa razón me empeñe todavía más en su práctica, engañado con la idea de su alcance siquiera parcialmente, algún día, en algunas líneas. Para ello, no debo dejar en el descuido ninguno de los ritos que aseguran pingües réditos a su práctica. Lo que nadie me dijo nunca fue que uno de dichos ritos precisaba de la sustancia que más me ha hecho huir en mi vida, y ante cuya presencia (o atisbo simple de la misma) mi cuerpo era pesa insalvable de temblores y temor visceral: la constancia rutinaria.
En cuanto me percaté de tales exigencias sacrificiales, tuve unos vahídos y a punto estuve de desplomarme en el suelo y para siempre. Con relativa fortuna, aventuré una probable solución que espero me libre de la aciaga alternativa contraria. Pensé que si no podía someterme al esclavo ritmo de un horario funcionarial para el que no fui creado, tal vez podría resolver la cuestión mintiendo en los ritmos y en la intensidad. Si el enigma halla la solución en el terco y monótono transcurso, convirtamos la rebeldía en una suerte de terquedad y monótono transcurrir, sin que por ello a mí se me aparezca como tal.
Así, me embreño en un simulacro repetido jornada tras jornada. Actividades diversas, heterogéneas si se quiere, que tienen como objetivos primordiales dos hechos: mi agotamiento físico y la permisividad de una floración, la de mi necesidad implícita de escribir, de escribir siempre que un mandato interno o un numen externo e irreconocible así lo determinen. Mis días son, pues, una especie de continuada perseverancia en la aplicación, pero sólo eso: una “especie de”.
Los dioses son conscientes de la impostura, y es por ello que no me otorgan el don de unas letras continuas, pero de vez en cuando se compadecen y premian este doloroso peregrinaje hacia un santuario sólo imaginado, y algunas bellas frases hacen aparición. Son breves, dispersas, sin hilazón, pero son un medio, uno más —acaso el mío—, con que poder dar rienda suelta a los deseos más arcanos que acredito a cada día, a cada año, línea a línea, libro a libro, cuaderno a cuaderno.
No sé durante cuánto tiempo podré proseguir con este trasunto, urdido no tanto por irreverencia como por perentoriedad extrema. No alcanzo a imaginar su finalización, que tal vez sea brusca, y puede que trágica en sus efectos. No sé, como a menudo ocurre, nada. Mientras tanto, me dejo ir, sorbiendo las migajas resultantes como un perro herido, pero feliz de continuar la andadura, de no presentir su conclusión, y de apurar algo más de plazo con miras a lograr ese lugar propio y personal donde guarecerme, reposar y contar mi propia historia.
Del diario Instantes intestinos e inconstantes, entrada de 22 de Julio de 1997