He terminado la lectura de El mejor libro del mundo, de Manuel Vilas. A pesar de su título, bien humorístico, hiperbólico y juguetón, no lo es. Quiere decirse que no es el mejor libro del mundo, claro. Yo, al menos, es lo que he sentido mientras lo leía, y al acabarlo he pensado igual. No es algo que no pudiera anticipar, como es lógico. Y me consta que el autor también lo sabía, pero se sentía eufórico por quién sabe qué razones, y aceptó el consejo de Anna Soldevila, que intuyó el título definitivo de esta obra, lo sugirió y fue el que le acabó quedando.
Cuando fue publicitado, me quedé con la idea de que era la historia de un escritor enfebrecido por la idea de concebir la mejor historia del mundo y su ulterior y previsible fracaso (dado que en el prólogo ya se anticipa que se acababa de suicidar), y corrí a la librería a buscarla. No quise ni descargarla, ni esperar por ella: al día siguiente de enterarme de su existencia, fui, la compré en papel físico, y esa misma tarde estaba leyéndola. Fue un caso de fiebre de necesidad de los que me sobrevienen cada cierto tiempo. Me era muy necesario -perentorio- leer la historia que este hombre había escrito sobre mí.
Como es natural, sobre mí no había escrito nada, pero poco a poco me convencí de que sobre él había escrito mucho, aunque de lo otro muy poco. Es decir, que en las casi 600 páginas del volumen se hablaba mucho de un fulano que se parecía mucho al autor, que podía ser él mismo con algunas cosas de menos y algunas de más, pero que lo que no hacía era contar una historia. Lo que he leído en estos cuatro días escasos que me ha durado la “novela”, ha sido un puñado de muchas cosas, muchas interesantes, otras muchas no; pero, desde luego, no he leído una historia. Y tampoco he leído una novela. Por eso he entrecomillado antes la palabra.
Claro que hoy cualquiera defiende que cualquier texto con cierta extensión (o sin ella: nada más hay que ver algunas “novelas” de César Aira o de Agustín Fernández Mallo) podrá ser encuadrado con el marchamo de novela. Alguien dijo que todo es novela. Que todo cabe en la novela. Que la novela había muerto. Que no había muerto. Que lo fagocitaba todo en su devenir. Que la novela es todo texto cuyo autor (o editores) digan que es novela. Pues bueno. Pero yo digo que esto no es una novela. Y mi opinión tiene tanto valor como la del más acendrado crítico literario. Y que venga dicho crítico a decirme lo contrario, y, sobre todo, a demostrármelo. Porque son cosas que se pueden decir, pero no demostrar; y es que con las humanidades, ya se sabe.
No es una novela, entonces. Pero se cuentan historias. Fragmentos. Pensamientos. Recuerdos. Anécdotas. Sueños. Transcursos. Monólogos interiores. Y, leído todo en su conjunto, eso sí, uno se queda con una idea bastante aproximada de quién es el protagonista, que podemos imaginar que es el propio autor, o podemos pensar que el autor ha volcado en él todo lo que él es, o no es, pero le gustaría o, etc, tanto da. Yo me he quedado con una idea de quién era el protagonista narrador en primera persona, que lo cataliza todo bajo su prisma subjetivo, subjetivísimo. Y con esa persona -o personaje- uno ha sentido que a veces apetecía abrazarlo, a veces abroncarlo, a veces compadecerlo, a veces agradecerle la sinceridad, a veces consolarlo, a veces ahostiarlo con violencia. Y, sí, en eso hay que admitirle a Manuel Vilas que ha sabido construir un personaje. Claro que si el personaje es calco de él -y no me voy a ocupar en indagar sobre la equivalencia entre autor y personaje, porque ¿pa’qué?- tampoco tendría tanto mérito, porque todos los recuerdos, las anécdotas, las personas que por el medio circulan y todo lo demás, ya se lo sabría, y tendría mucho menos mérito. Porque no habría tenido que documentarse, tarea para la que el escritor protagonista dice no estar preparado. Y como toda la “documentación” ya la tendría en su propio magín, por eso digo que tendría menos mérito.
Aunque el asunto no reside en la falta de mérito. De hecho, tiene mucho; mantener un mismo tono a lo largo de todas las páginas del volumen, lo que habla de una voluntad y un estilo ya muy depurado y muy trabajado con anterioridad, es algo fantástico, por lo que cualquier escritor mataría. El tipo escribe una prosa límpida tan bien hilvanada, que, como el otro día decía Juanjo Millás en una entrevista, después de leerle, te apetece escribir igual que él lo hace, pensando que es sencillísimo; lo que es falso por completo, como cualquiera que lo haya pretendido sabrá al poco de intentarlo. No, la prosa de Manuel Vilas me ha encantado. Y la credibilidad de quien habla, también, tanto en lo que es elogiable, como en lo más censurable.
Me ha gustado muchísimo también el sentido del humor de que hace gala, incluso para autodestriparse en aspectos íntimos y vergonzantes, que harían sonrojar hasta a un personaje, no digamos ya a una persona real de carne y hueso. Me ha fascinado el modo en que los fantasmas de sus padres pululan por algunos momentos interviniendo de un modo plausible, creíble y generador. Me ha divertido comprobar -de nuevo- que los seres humanos, al margen de las habilidades de cada uno en un aspecto concreto, somos una mierdecilla despreciable en casi todo lo demás. Y me ha rechiflado -de lo que más- la cantidad de ideas subrayables, aprovechables, interesantes, subyugantes incluso, que abundan en tan gran medida por la obra.
Aun así, como libro conjunto, no me ha gustado. Ya está, ya lo he dicho. Es una contradicción, si atiendo a lo que he dicho antes, ya lo sé, y uno siente siempre un poco de miedo cuando afirma algo así, con esa contundencia que la ocasión requiere. Pero no lo es. De hecho, a medida que lo iba leyendo, pensaba: “a ver cuándo pasa algo de forma continuada”. Vamos, que yo comencé a leer queriendo leer una historia, pero lo que leí no es una historia. Es un conjunto de pinceladas, cuyo conjunto nos muestra la existencia algo indigente, compadecible, humanísima, de un escritor con todas sus miserias, sus deseos, algo de su transcurso (discontinuo, eso sí), y que es posible que se incorpore a nuestro elenco de personajes de los que podremos hablar en adelante. Pero novela, no es. E historia, tampoco.
A ratos, parece un diario. A ratos, unas memorias. A ratos, una colección de pajas mentales. A ratos, un ramillete de artículos críticos. A ratos, un libro de aforismos. A ratos, un mentidero mental donde cotillear a gusto. Todo ello con algún hilván, por supuesto (su pretensión maximalista de escribir el mejor libro del mundo, su tacañería, su vanidad, su necesidad de cariño, la relación con algunos personajes cercanos, sus vicios de escritor no confesados…). No todo es tan fragmentario. Pero a mí me ha parecido híper-fragmentario. Más aún porque no hablaba de mí, claro Y por eso no me ha gustado lo que yo quería que me gustase. O sea, que me agradó leerlo -porque de lo contrario no lo habría acabado-. Pero me disgustó que frustrara mis expectativas (lo cual podría reprochárseme a mí, y no a él). Aunque sobre todo, teniendo en cuenta el tema abordado -o sea, yo– no me gustó que me gustara tan poco. Eso fue lo que me encabronó más. Así que, como se puede comprobar, todos tenemos mucho porcentaje de miseria que explicar. Y que expiar.