HITOS DE MI ESCALERA (20)

Mis graves problemas con la gimnasia (ahora, Educación Física) tuvieron una notable presencia en mi etapa adolescente. Pensando en ello, creo que los antecedentes causales podrían ser tres. El primero, mi edad, siempre un año inferior a la de mis compañeros. El segundo, mi timidez extrema, que sólo se superaba en cuestiones que tuvieran que ver con la palabra, no con el cuerpo. El tercero, que en una clase de gimnasia de 8º, salté mal el potro, y caí sobre el pecho, quedándome unos segundos sin poder respirar; me asusté mucho, y le cogí un miedo patológico a los aparatos gimnásticos. Podría añadir un cuarto, apuntando que en una elección entre mente y cuerpo, mi favorito nunca admitió dudas.

Cuando comencé el BUP, no existía eso que ahora se llama “diversidad”. Allí tenías que correr los 3 km y medio que había entre Papalaguinda y Sáenz de Miera en menos de 12 minutos, fueras mayor o pequeño, enano o gigante, gordo o delgado. Y si no, caía bronca de forma inmisericorde, puntuación negativa aparte. Luego, las notas iban acordes a lo comentado. Pero, más o menos, iba sobreviviendo. Correr no se me dio nunca mal, pero yo era muy bajito, por lo que me cansaba mucho. Además, en la adolescencia padecí de fiebres reumáticas y “velocidad en la sangre”, por lo que muchas veces me pude librar de aquellos torturantes recorridos. Pero de lo que no parecía que pudiera librarme era de las sesiones en el gimnasio con los aparatos (potro, caballo, plinto, espalderas, cuerda…). Cuando, una vez cambiados con la indumentaria deportiva, entraba en el recinto, y veía montados los aparatos, yo reculaba, me iba a las duchas o a los servicios y, sencilla y llanamente, me piraba la clase. Como no eran más que 6 u 8 veces en todo el curso, no parecería demasiado significativo. Fueron las únicas clases en las que hice pellas en mi etapa de secundaria. Pero merecían la pena. Luego, agazapado, leía algún tebeo o estudiaba otra cosa. Así me sirvió -increíblemente- hasta un día a finales de 1989.

El día de autos, sucedió lo mismo que otras veces, pero esta vez alguien debió delatarme, y a los pocos minutos comprobé aterrorizado que el profesor entró en el vestuario y allí me encontró, ya vestido de calle, y con monumental libro de Geografía e Historia de España y los Países Hispánicos, en las manos. Como si me hubieran hallado robando en unos almacenes, enrojecí hasta los zapatos. El profesor me interrogó sobre mi actitud. Y una vez que le expliqué los motivos de mis retiradas-anti-aparatos, comentó que le agradaba aclarar las dudas que tenía sobre algunas de mis ausencias. Su calma me desconcertó. No me gritó. Se me acercó y me dijo: “bueno, Arias, usted tiene un buen expediente, e imagino que no le gustará empañarlo con un suspenso en mi asignatura, ¿verdad?”. Paralizado, logré asentir. “Bueno, pues tiene dos opciones: una, yo le dejo seguir aquí leyendo, le pongo la falta injustificada correspondiente, suspende la asignatura hasta junio, y tan amigos; no tiene que hacer nada más”. Tragué saliva. “¿Y la segunda?”, atiné a preguntar. “La segunda es algo más complicada, pero factible. Usted se viste inmediatamente; entra en el gimnasio, y con mi ayuda al principio, va a saltar potro y caballo, para empezar; ambos de forma exterior; yo le sujeto, no se preocupe; y, poco a poco, logrará hacerlo como sus compañeros”. Argüí que no podría, que me daban pánico los aparatos. “¿Más que suspender?” No acerté a responder. “Usted mismo. Tiene cinco minutos para pensarlo”. Y dio media vuelta y se volvió al gimnasio.

Ni que decir tiene, que me vestí, que intenté saltar los aparatos, y que me hubiera caído todas las veces, si no hubiera estado allí el profesor para evitarlo. Aquel día no salí muy contento de todo, por el futuro negro que me aguardaba. Pero en la clase siguiente, me dijo que no saltara, que observara atentamente cómo lo hacía él un par de veces, y luego toda la tanda de mis compañeros. “Atienda, sobre todo, a los que mejor lo hacen. Fíjese dónde ponen las manos, y en qué momento apoyan los pies para impulsarse. Cree usted su propio patrón”. Así lo hice, por espacio de unos veinte minutos. Al final, puso a mis compañeros a pelearse con las espalderas. Luego me cogió por el hombro y me dijo: “Ahora, usted; coja un buen impulso”. Por increíble que parezca, logré el salto, y aunque salí trastabillado, lo había logrado superar. Fue una revelación. Podía. Lo hice más veces. La sonrisa se me instaló en el rostro de una manera bien tonta, acreditando un entusiasmo excesivo. Cuando vio que le tenía cogido el tranquillo, me enfrió: “Bueno, no se me emocione ahora; y suba por la cuerda de nudos diez veces hasta arriba; y rapidito, que quedan sólo cinco minutos”.

Aquel día terminaron mis pellas académicas en la secundaria -de las universitarias, hablaré en otro momento-. También aprendí unas cuantas cosas con el episodio. Y en junio me puso un Suficiente, la nota más baja de mi 3º de BUP. A mí me supo a Sobresaliente.

2 Comentarios

  • Emma
    Posted 4 de febrero de 2021 08:20 0Likes

    Este si que me parece un excelente profesional. Un gran “maestro”, de los que acompañan en el proceso y te ayudan, con su ejemplo y su consejo, a ser capaz de conseguir un logro que no estaba ni en tu imaginación.
    Ojalá hubiera más maestros como él. Incluso ahora.

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 5 de febrero de 2021 11:56 0Likes

      Sí que lo era, creo. Aunque yo no me di mucha cuenta hasta ese episodio, porque todo lo que “oliera a gimnasio” me repelía. Pero el episodio, que es casi lo único que recuerdo de él (ni siquiera su rostro) fue tal cual. Y eso revela buenas hechuras, no cabe duda. Y sin levantar la voz, además. Ojalá hubiera mejor material entre nuestros compañeros, sí. Ojalá

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