TEMPRANO INICIO (OBLIGADO) EN LA PENITENCIA

Cuando veo situaciones como la que muestra la fotografía, me sobrevienen de forma sucesiva dos sentimientos: ternura y rabia. Primero, una. Luego la otra. En ese orden. Aunque acaba quedándose en mi cabeza dando vueltas, la segunda.

Ver a un niño pequeño casi siempre me enternece. Y en este caso, su posición, destacando de la fila izquierda de una procesión cuyas integrantes eran mujeres, rompiendo la linealidad rítmica de las túnicas y los capirotes, me atrajo la mirada de inmediato. ¡Qué ricura!, me dije. ¡Qué lindo! Pero ahí se acabaron las sensaciones tiernas.

Acto seguido, se suceden las preguntas: ¿qué sentido tiene que un ser tan inocente se halle junto a su madre, tía o hermana, en un acto concebido inicialmente como expiación de los pecados? ¿Qué sentido tiene exhibir a un niño tan pequeño a la mirada de todos, cuando la concepción de dicho ritual promueve la ocultación de las identidades, para que la penitencia sea una cosa íntima entre quien ha pecado y quien ha de perdonar? ¿Cuáles son las razones que mueven a sus familiares más directos a obligar a pasar las penalidades que un evento de estas características comporta en la práctica?

Por desgracia, las respuestas que me doy a mí mismo más algunas que he escuchado por ahí, me abocan a la violencia; verbal primero, física después.

El diminuto cofrade mira al suelo entre resignado y agotado. Sumiso, obediente, bien educado, nada dice, y todo lo encuentra natural, aunque el cansancio le rinda, y anhele una sillita donde poder sentarse y que lo lleven un buen rato.

Al menos, al crío no le han endosado cirio o cruz que portar, ni le han obligado a ir descalzo, posibilidades increíbles que este cronista asegura haber contemplado y de lo que puede dar fe.

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