BELLEZA EN LA RUTINA

El hombre piensa: Bueno, aquí estamos de nuevo al inicio de la temporada, con el sol de todos los veranos, como ayer mismo, como anteayer, con distinta gente, iguales gradas llenas, la misma expectación, iguales caras de asombro, idéntica tarifa incluida en el paquete, la misma locución inicial, igual expectación y tensión previas, con la teatral citación hacia el animal, la misma sincronizada reacción, el mismo vuelo, la misma suavidad de desplazamiento, igual precisión, mi brazo sosteniéndolo, yendo a su encuentro; sin posibilidad de fallo. De nuevo, todo igual, todo lo mismo. Mañana, idéntico horario con los correspondientes descansos, el bocadillo con cerveza fría, la conversación en la garita del parque, la crítica que no pasa de eso, la risa forzada, el hartazgo, la sirena, la vuelta al tajo. Mierda de vida.

El buitre piensa: Me gustaría elevarme con una de esas corrientes calientes hasta uno o dos kilómetros, darme una vuelta por ahí arriba, a ver si veo algo fresco, algo rico, algo grande; algo más grande, muy grande, que me dure mucho rato. Pero, claro, aparece éste con su carnecita rica, bien troceada, siempre puntual, que cuando hace el gesto acordado, yo no me lo pienso, y en vez de salir volando hacia arriba, bajo enseguida guiado por ese olor tan penetrante, y recojo lo que me da con mucha gana, porque es carne fácil, y a él se le ve tan contento, pobre, es tan bueno con nosotros, que ¿cómo dejarle solo sin nada que hacer cada día?

El fotógrafo no piensa. Siente un estremecimiento de perfección acompasando la suavidad del viento cálido atravesado por unas alas enormes que no hacen ruido. Congela con sus ojos el momento. Luego, pulsa el botón

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