MUERTE A LOS PIES DEL ÁRBOL (VIVO)

Es la ley de la vida. En un bosque, sobre todo, se ven árboles vivos, orgullosos de seguir siendo los seres vivos más longevos del planeta. Pero ellos también mueren. Y no sólo por acción del hombre. Las enfermedades, la gravedad, los fenómenos atmosféricos, los fuegos… La vida es limitada. La vida siempre tiene un final. Para los pacientes y duraderos árboles, también. Y, por gravedad, todo termina en el suelo. Primero, sobre él. Luego, bajo la misma tierra que un día les proveyó de alimento, convirtiéndose ellos mismos en nutrientes de sus congéneres. Pero la muerte es también la antesala de la vida. Tal vez no para quienes agotaron ya su tiempo, sino para los muchos seres que se amparan en esas muertes para asegurar sus propias vidas. Pensemos en la posibilidad de servir de guarida de defensa o de apostadero de caza, de nido de nuevas camadas, de alimento para tantos xilófagos de cualquier tamaño.

Dos árboles, muertos por causas diferentes, reposan en el suelo, mostrando sus diferentes heridas. Nos provocan compasión, a primera vista. Nos recuerdan lo que será de nosotros, más bien pronto que tarde. Nos transmiten asimismo esperanza. Son metáfora de la trascendencia que todos anhelamos de un modo u otro, de saber que nuestro transcurso y nuestra materialidad sirvieron de algo, aunque sea poco. Que merecieron la pena, antes de ser nada. A un lado, enhiesto y vital, otro hermano suyo sigue en pie, y lo seguirá muchos años. La vida sigue, a pesar de todo.

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