SIN COMPLEJOS

¿Por qué los complejos? ¿Cuál es su utilidad? ¿Sirven de algo? ¿Se pueden evitar? ¿Nos sobrevienen o los fomentamos? ¿Nos debilitan o nos refuerzan? ¿Se puede sobrevivir a toda una vida rodeado de ellos? ¿Se pueden canalizar o sublimar? ¿Es una ventaja o un inconveniente? ¿Son una lacra o una coquetería en realidad?

La verdad es que no tengo ni idea. Yo los tuve. Aún conservo alguno que, por fortuna, no mediatiza mi existencia. No sé por qué surgen, ni su utilidad, ni su remedio. No tengo claro que sean una ventaja, aunque no todos me supusieron inconvenientes. Y, desde luego, en mi caso, de coquetería, nada.

De lo que sí estoy seguro es de que el señor de la bicicleta no tiene ninguno. Ningún rubor a salir a la calle vestido con colores llamativos que no dejan indiferente a nadie y que buscan afanosamente el contacto visual. Si a eso añadimos que su bicicleta parece un reclamo permanente que casi ordena mirar, aunque no se desee hacerlo, tendremos un buen ejemplo de persona que no sólo no adolece de complejos sino que incluso puede que suscite alguno, aunque sea por contraste entre su arrojo o inconsciencia y la cotidianidad común de la mayoría de sus conciudadanos. Estaba en una terraza y lo vi pasar, tranquilo, mirando hacia adelante, sin hacer aspavientos, porque no le hacía ninguna falta. Sólo con pedalear ya le hacía acreedor de todas las miradas. Las ruedas llenas de papel de serpentina, que cubrían cuidadosamente todos los radios en un calculado horror vacui, ya valdrían por sí mismas como imán hacia los ojos que lo fuimos contemplando a medida que circulaba por la calle peatonal. Recuerdo que comenté algo con mi amigo. Seguramente, hicimos alguna broma, no demasiado sangrante. Pero no me acuerdo de lo que hablamos. Sí, en cambio, de su rostro, que aquí no se ve, pues no me dio tiempo a captarlo antes. Me acuerdo muy bien de su rostro. Y se parecía al mío.

Deja un comentario