LA YEGUA DEL MERENDERO

La yegua no nos tenía miedo ninguno. Se la notaba acostumbrada a la presencia de humanos. Con todo, no dejaba de mirarnos de reojo, a cada poco. Puro instinto, supongo. Como estaba muy limpia y parecía sana, nos acercamos, a ver si éramos capaces de acariciarla. Y, sí, nos permitió acercarnos, y cuando le dimos la mano para que la oliera o nos lamiera, nos olió, pero no le debimos gustar. Además, no sudábamos, con lo que no debíamos tener mucha sal en las manos. De modo que las tres o cuatro veces que acercó sus ollares a las manos que le ofrecimos, nos miró luego un poco de soslayo, y volvió siempre a su rutinaria pero urgente tarea de comer toda la hierba fresca posible. Al fin y al cabo, faltaba sólo una hora para que el sol se pusiese. Insistimos algo más, buscando en esencia alguna imagen interesante que captar, pero ya no nos hizo más caso. La yegua se fue alejando al ritmo lento que la desaparición de su comida le fue marcando. La hierba quedó bien segada. Nosotros, algo mohínos. Y ella, tan tranquila, merendando en el merendero.

Deja un comentario