LA NIÑA NO SE FÍA

La madre sabe que el imponente cocodrilo de bronce con extremidades antropomorfas no se va a mover de donde está. Pero la niña no distingue ese detalle, y no está convencida del todo. A pesar de que sabe que su madre le ha permitido bajar al canal de agua donde se encuentra, y que por ello no puede haber un peligro inminente, no las tiene todas consigo. Con unas hojas en la mano, su objetivo parece ser colocarlas en la boca del monstruo. O coger las que ya tiene entre sus fauces. Pero no está segura del todo. No se fía. Ya sus pies sienten el frescor del agua que baña a ambos, al animal y a ella, pero su mano izquierda agarra con fuerza la de su madre, como sostén y defensa ante lo imprevisto. Su mirada no se dirige al cuerpo, sino adonde puede brotar el peligro: a la cabeza. Porque no confía en la inmovilidad completa del animal. Parece pensarlo con detenida prudencia, inhabitual entre los niños. Su madre no puede evitar una leve sonrisa de superioridad, pero en el fondo se la nota orgullosa de esa prevención que, con seguridad, la protegerá ante otros peligros más reales. Sin embargo, la niña considera ese momento muy real; y al cocodrilo, muy amenazador, con esa bocaza llena de dientes que prometen atraparla si se acerca demasiado o no es lo suficientemente rápida. Durante unos instantes, parece que va a dar el paso, pero el temor prevalece, y la mano izquierda no se suelta, y sus pies no se mueven. La niña es prudente y temerosa. La niña no se fía.

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