GALLO HUIDO

Nos daba pena el gallo. Asomaba por la puerta, como temiendo nuestra presencia. Pero no escapaba de nosotros: huía de los requerimientos amatorios de las verdaderas dueñas de su corral, las gallinas de su harén, que lo acosaban hasta un extremo difícil de predecir para un ejemplar de su casta y fama. Pero, sí, los últimos tiempos le habían resultado angustiosos. No sabía por qué, pero ya no se conformaban con una monta cada dos o tres días. Ahora había de ser a diario, y con todas ellas. El pobre gallo lo atribuía a la nueva alimentación a base de piensos, pero su realidad más inmediata es que ya no sabía dónde meterse.
La verdad es que nos daba mucha pena el gallo, y más cuando vimos detrás de nosotros a dos docenas de gallinas, aguardando a que nos fuéramos, para dar rienda suelta a sus deseos. Solidarios, las espantamos a correazos y a voces: el corral se vació en un instante. El gallo comprendió que estábamos de su parte, pero seguía temblando tras la puerta.

Pero lo cierto es que el gallo nos daba tanta pena, que esa misma noche decidimos poner fin a sus miedos, y alegramos la cena con la inusual tersura de su carne, de sabor exquisito, que más de uno atribuyó a las transformaciones que sufre la carne ante el sexo ejercitado de forma regular, cuando va unido a un pánico muy prolongado.

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