LA VENUS DEL ESPEJO, REVISITADA POR HELMUT NEWTON

Mi historia con la Venus del Espejo de Velázquez es curiosa y hasta truculenta. Desde que me la mostraron por primera vez en una diapositiva, allá en mi COU del 79-80, siempre la consideré uno de los iconos del arte. Y no sólo por su importancia artística, su carácter escandaloso que me atrapó desde el inicio, sino porque (tampoco uno es un alma seráfica) desde ese momento descubridor, yo afirmé que aquella figura era poseedora del culo más soberbio de la historia de la pintura, afirmación que he defendido a capa y espada durante varias décadas. Como yo comunicara estos aspectos a mi alumnado siempre que podía, y como mi entusiasmo por la obra no decayó nunca, doy por seguro que contagié mis gustos a más de uno, e incluso a más de una. Figúrense hasta qué punto lo pienso, que una lámina que representa dicho cuadro, se encuentra en mi dormitorio desde hace bastantes años; y ahora, con la anuencia convencida de mi pareja, sigue en la nueva alcoba regia, bien que compartida, eso sí.

Pero hablaba de historia curiosa, y como siempre me desvío. El caso es que siempre quise contemplar el cuadro original, que se halla en la National Gallery de Londres. Y a comienzos del año 2006 me disponía yo a darme ese gustazo, en un viaje relámpago que efectuamos a la capital británica. Pero, no. El cuadro había sido trasladado temporalmente a quién sabe qué exposición en plan préstamo a no se sabe qué museo importante y lejano, por lo que sólo hallamos una miserable reproducción en el lugar donde debería haber sucedido el tan ansiado encuentro. Mi cabreo aún resuena en los sonoros parqués de la famosa pinacoteca. No obstante, hete aquí que el azar se alió sorprendentemente en mi favor, y casi dos años después, resulta que vino prestada de nuevo a un museo, esta vez muy cercano: nada menos que al Prado. Por ello, di curso a mis afanes largo tiempo postergados, y allí la pudimos ver en las navidades de 2007-08, como parte de la exposición «Fábulas de Velázquez. Mitología e historia sagrada del Siglo de Oro». Omito la magnitud del éxtasis -a pesar de tanta gente molesta en derredor- en aras de no pecar de hiperbólico, pero se puede imaginar fácilmente  el asunto, a poco que se me conozca o se haga un esfuerzo por pensar en un momento supremo de cualquier tipo.

Y ahora, varios años después, me encuentro en mi nueva ciudad de adopción con una muestra antológica de un fotógrafo excepcional del que yo ya conocía casi toda su obra por haberme empapado de ella a lo largo de mis años de fotógrafo aficionado, curioso y -aquí sí- humilde. Pero de nuevo el destino me tenía guardado una de esas sorpresas positivas que tan pocas veces nos alcanzan. Entre copias en tamaño real (que se distribuían en una muy bien conseguida penumbra, entre las que destacaban los rectángulos de luz de cada fotografía enmarcada), me encuentro con la sorpresa de la exposición: After Velázquez, in my apartment, fechada en París, en 1981. Lo gracioso es que me la encontré antes de ver el título, pero la inspiración no ofrecía lugar a dudas si se conoce la obra original, la que suscita la revisitación, la reinterpretación, la revisión, o como se la quiera llamar. Fue un momento de reencuentro más que de hallazgo. No sabría explicarlo bien. Es como si la conociera de toda la vida, aunque ni me sonaba que existiera, lo cual tiene delito en mi caso. Pero aunque el deleite no llegó a los estertores de aquella contemplación en el Prado, sentí como si un círculo se cerrara, y ahora la historia ya pudiera ser contada.

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