LA ATRACCIÓN IRRESISTIBLE DE GIROLAS Y CRUCEROS

De las partes de una catedral (también en las iglesias de peregrinación), las que más me atraen la mirada son los cruceros y las girolas. Por supuesto, hay mucho donde mirar en estos edificios, la mayoría románicos o góticos, pero estas dos zonas ejercen sobre mí un poder imposible de resistir. Desde muy joven, cuando aún no sabía de arte, pero ya sabía que el arte me encantaba, la nave que recorre la cabecera del templo por detrás del presbiterio (girola, o deambulatorio) y la confluencia entre la/s nave/s longitudinal/es con la/s nave/s del transepto (crucero) era lo que me imponía más de estas construcciones. Aún lo siento así. Por ello son las que reciben más disparos de mi cámara, a la caza de alguna imagen que no se parezca a los cientos de ellas que he realizado con antelación. Pero no sólo hago fotos de esas zonas: también me quedo un buen rato mirando hacia arriba.

Es verdad que la postura de la cabeza y del cuello resulta forzada, pero cómo dejar de contemplar el delicado ensamblaje los diferentes elementos que conforman esas bóvedas que parecen suspenderse en el vacío, casi sin apoyos; cómo sustraerse a la inexplicabilidad de su milimétrica tensión, tan frágil como un castillo de naipes; cómo no maravillarse ante la técnica desarrollada por aquellos maestros de obras que fueron capaces, primero de imaginarlas y diseñarlas con antelación, y luego de asumir los inevitables ensayos y errores, erigirlas y mantenerlas en pie durante varios siglos. Ante el hecho inefable de su supervivencia a través de los tiempos, se va recorriendo con la mirada la magia que une las líneas que conforman curvas con geometrías quebradas, cuyos oscuros arcanos aún hoy se nos escapan a la mayoría, y uno no sale de su asombro. Cuando se logra salir del pasmo, enfoca y congela. El resultado es un recuerdo que intensifica aún más lo que aquel día se contempló con el más grato de los alborozos.

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