APRENDER DE LOS FRACASOS

En El País Semanal de 28 de octubre del corriente, se publicó un artículo de un tal Xavier Guix titulado “Aprender de los fracasos”, donde se narran algunas de las vicisitudes de Steve Jacobs, fundador de Apple, marcadas por sonados fiascos, despidos o golpes infortunados que, en cambio, han supuesto para esa persona imprevistos y fructíferos cambios de órbita, y mejoras generalizadas de sus condiciones previas. Lo que nos viene a decir este artículo (algo tópico, pero que me sirve para poner unas palabras sobre el tema, que acostumbro a comentar a algunos de mis allegados más queridos, e incluso en clase, en plan ejemplarizante) es que los llamados fracasos son muy instructivos si se los toma como lecciones de las que sacar la oportuna conclusión. Un fracaso es un fracaso, y siempre duele, pero cuando se encadenan varios, se los considera más bien como una crisis, y lo que tienen en común todos ellos es que suponen dos elementos que van juntos, y que otorgan a la sensación de fracaso algo ambiguo: las oportunidades que brotan de la nueva situación y la sensación de amenaza y de miedo ante lo incierto y lo desconocido. Una crisis siempre acarrea un cambio, una lucha entre lo que fue y lo que será. Sería como un proceso simbólico que implica una muerte para que se dé un renacimiento.

El autor intenta desmontar la negatividad de esas situaciones, señalando una nueva definición de fracaso que, según él sería otro tipo de resultado. Es decir, triunfar sería un resultado, y fracasar, otro; lo cual es meridianamente cierto, pero también lo es que ambas situaciones llevan aparejadas una serie de sentimientos, positivos el primero, negativos el segundo. Pero si tomamos los fracasos, es decir, el no cumplimiento de la expectativa creada, como un resultado más del que extraer las consecuencias procedentes, habremos dado el primer paso para que el aparente fracaso siente las bases, tal vez, de una novedad positiva de la que sacar estupendas consecuencias. Desde este punto de vista tan pragmático, cualquier resultado es susceptible de relativizarse, y de positivizarse, por tanto. Es decir, que si tomáramos cada fracaso como un resultado sin más (ni negativo, ni positivo), se podría analizar para corregirlo allí donde fuese necesario, y progresar desde el mismo punto a donde se llegó. El problema lo constituyen los sentimientos, y la asociación de un mal resultado a una carencia personal, a un fallo de nuestras propias personas. Por ello, cabría decirse que el fracaso está dentro de cada persona, y no en los resultados que obtenemos: sería algo subjetivo y no algo objetivable por completo. Es evidente que hay elementos que sí son objetivables, pero la interpretación de los mismos, no lo son, y es ahí donde procede actuar. El autor de este artículo llega a hablar inclusive de que el fracaso se alimenta de un “fracasador”. Y es que ya Epicteto nos avisaba de ello hace muchos siglos. Y no habría que hablar siquiera del genio que creó Apple, sino que muchos podríamos poner ejemplos de nuestra vida personal en la que determinados encontronazos vitales fueron la catapulta con que nos impulsamos hacia adelante, al igual que las naves espaciales deben hacer el gasto inicial de recorrer la circunferencia de un planeta para ser impulsados a su vez por la inercia resultante sumada a su gravedad mayor.

Diario (digital) de 2007 -inédito-; entrada de 20-XII-2007

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