HITOS DE MI ESCALERA (48)

Poco antes de que comenzara mi segundo curso docente, en el verano del 91 tuvo lugar un episodio que, objetivamente, nadie consideraría digno de figurar en estos Hitos. Pero he de decir que para mí resultó capital por sus consecuencias en mi forma de entender la vida, cómo invertir tiempo en las cosas esenciales y el modo de no perderlo en las que no lo son.

Volvía yo de un viaje veraniego de asueto a Madrid y Salamanca, donde había ido a ver a algunas amigas con quien hacía tiempo que no contactaba. El periplo, de unos diez días fue más que grato, pero en verdad agotador, porque no sólo vi a bastantes personas sin repetir a ninguna, sino que también fui de compras a por material fotográfico y bibliográfico, de modo que llegué cansadísimo, pero feliz y contento de tener de nuevo días tranquilos, días lectores, días de vacaciones. Aunque la cosa no iba a resultar tan fácil.

De mano, la primera sorpresa la recibí en casa, cuando mi madre me informó de que mi padre se había ido a pasar unos días solo a la montaña leonesa. Algo inédito, inusual y totalmente imprevisible. Eso no había sucedido nunca. Pero como la relación entre mis padres de siempre había sido tormentosa, y en esos momentos era algo más… drástica, digamos, lo cierto es que casi me alegré de que no estuviera. No tardaría en lamentar su ausencia.

Poco antes de comer de un miércoles de agosto, recibimos en casa la llamada de una de las monjas de la residencia de ancianos donde vivía mi abuela. Nos comunicaba que acababa de salir de Astorga en ambulancia para León, tras haber ingerido casi una caja entera de galletas Fontaneda, lo que, dada su situación de diabética crónica, había devenido un coma insulínico muy grave, lo que nos decían para que nos hiciésemos cargo de la situación. Claro, quien se hacía cargo de esas situaciones, sobre todo si tenían que ver con su madre, era mi propio padre. Pero éste no estaba. Le llamamos por teléfono al número que había dejado del villorrio donde se encontraba, pero no fuimos capaces de localizarlo. Mi madre se derrumbaba literalmente ante muchas situaciones; más si tenían que ver con su suegra. Mi hermano estaba trabajando temporalmente en Ponferrada. Así que yo hube de hacerme cargo de la situación. Pero ¿qué problema hay en ello?, se preguntaría cualquiera. Ninguno, respondería yo, si no se conociera la historia familiar, que permitiera entender las maldiciones que empecé a proferir por la mala suerte que habían generado una serie de azares inconexos, pero convergentes en mí aquel día.

Para no aburrir, ni tampoco extenderme sin razón, diré, resumidamente, que de las dos familias que he tenido, con la paterna ha habido siempre unas relaciones tensísimas, muy dolorosas, llenas de maldades y comportamientos tóxicos que, pese a prolongarse mucho en el tiempo, en el momento en que todo esto sucede, ya habían quedado arrumbados en el depósito de la dejación. Es decir, ya no teníamos contacto con ninguno de mis tíos o primos por parte de mi padre, desde hacía algunos años… para tranquilidad del núcleo familiar, dado que dichos contactos sólo producían dolor para mi madre, directamente, y para mí de rebote principal, dado mi carácter de confidente-defensor. Mi hermano estaba en otra etapa y otras circunstancias, y no se encabronaba como yo ante las injusticias. Y mi padre… En fin. El caso es que él iba a verla a la residencia cada cierto tiempo, y ésa era la única relación familiar que existía. Triste, pero cierto.

Además de esta información, debo anotar aun a riesgo ofrecer una imagen en exceso demoníaca o insensible de mí, algunos datos para entender lo que luego sucedería en el hospital. También resumiendo: yo odiaba a la familia entera de mi padre en general -a unos más que a otros- pero a la que más era a mi abuela. De ella llegué a pensar y a decir cosas horribles que no me enorgullecen, pero que contextualizo sin problema en una etapa muy concreta de mi vida. La frase que lo explica todo era una que yo repetía con cierta asiduidad: «Si algún día veo a mi abuela (o a mi tía X) tirados en una carretera, paso de largo, si no paso por encima». Con eso queda todo dicho. Ese odio lo llevaba yo muy a gala, porque además mi resuelta determinación había logrado que aquellos contactos se redujeran primero, y terminaran definitivamente hacía unos años.

Pues bien, al Hospital me llevó un taxi, y allí la vi en la camilla, en urgencias, inconsciente, aguardando que le hicieran algunas pruebas y dar un diagnóstico adecuado -supongo-. Y digo supongo porque el huracán de emociones que experimenté hacia su imagen otra vez ante mí no me dejó hacerme cargo de la situación médica real. Mi pasado familiar más doloroso se encontraba frente a mí, sobre una camilla, encarnado en el cuerpo menudo, enteco y ajado de una mujer muy anciana, que respiraba con tranquilidad y que padecía una demencia senil desde hacía varios años. La odié de nuevo, mirándola con desprecio y deseé como la cosa más natural del mundo que se muriera de una puta vez. Y de repente, abrió los ojos.

Venía sin gafas, pero aunque las hubiera traído tampoco habría reconocido en aquella persona que estaba a los pies de la camilla al nieto cabrón que tantas veces se le había enfrentado antaño. Por el contrario, al verme sonrió, lo cual me sorprendió porque a mi abuela siempre la recordamos todos con el ceño fruncido, siempre de mala leche y si tengo que detallar algún momento en que se estuviera riendo, debería profundizar mucho en los légamos de mi memoria. Pero, sí, sonreía. Y levantó un poco la mano, como pidiendo la mía. Yo al principio no supe qué hacer, pero viendo que me miraba con fijeza y mantenía la mano elevada, acabé cogiendo su mano con la mía. En ese momento, cerró los ojos y su rostro compuso una imagen beatífica y serena por la que yo habría matado para lograrla cuando tenía 10 ó 15 años. El calor de mi mano le debió transmitir seguridad, proximidad o quién sabe qué que mitigara su sensación de indefensión o soledad, y apretó un poco más con sus dedos mi mano, que ya no soltó en un buen rato.

Todo ese tiempo, yo tenía un torbellino de sensaciones en mi mente, porque por un lado mi sólida educación moral me impedía dejar de prestar ayuda, y por otro mi odio militante y orgulloso litigaba para que soltara la mano, y allí la dejara pudrirse. Huelga decir que esta última pulsión fue derrotada en toda regla, y que hasta que se la llevaron un buen rato después, mi abuela disfrutó de la compañía caliente de mi mano a discreción, la cual paladeaba de cuando en vez con algunos apretones más notables y con alguna sonrisa añadida cuando despertaba del duermevela en que se hallaba.

Cuando se la llevaron a hacer las pruebas, yo me quedé allí reflexionando y sintiendo un bullir de contradicciones para las que no tenía respuesta que me tranquilizara. Paseaba la habitación de un lado a otro, y si hubiera sido menos tímido, habría soltado algún cagamento en voz alta. Más tarde la trajeron y la condujeron a planta. La habían estabilizado, pero la habían sedado también, por lo que yo ya no volví a verla despierta, ni a darle tampoco mi mano. Luego, llamé al más resolutivo de sus tres hijos restantes, para decirle dónde estaba su madre y en qué situación, y que debía venir con urgencia. Esa noche, de madrugada, y conmigo durmiendo en el suelo -el sillón que había era un potro de tortura-, llegó mi tío, al que con unas palabras frías y sin contacto físico ninguno, traspasé el encargo. Mi padre llegaría un día después, pero eso ya no es relevante en esta historia.

Lo que puede interesar es lo que me maldije ya en el silencio de mi habitación, por haber incumplido mi promesa sobre si alguna vez alguien de esa familia necesitaba ayuda. Me maldecía por no haber sido fuerte, y acabé llorando mucho, sin que mi madre me escuchara. Cuando al día siguiente le conté lo ocurrido a mi novia de entonces, que conocía toda la historia familiar como resulta imaginable, tuvo la paciencia de escuchar todo lo que le conté, todas las furias que salieron de mi boca, y hasta alguna lágrima emotiva e impotente trufada de vergüenza por no haber cumplido lo que había previsto. «Pues muy bien hecho. Hiciste lo que tenías que hacer: darle calor y ternura a quien en ese momento lo necesitaba. Fuiste humanitario, y por tanto más humano. Me ha gustado mucho lo que ha pasado. Creo que te va a venir bien, una vez que lo proceses».

Confieso que no la entendí entonces, que incluso le grité un poco por ponerse del lado de la vieja. Pero tenía más razón que una santa. Me vino bien, claro que sí, una vez analicé y entendí lo ocurrido. Me di cuenta de la cantidad de tiempo y energía que había gastado en un sentimiento tan poderoso como el odio, con resultados tan insatisfactorios y limitantes. Por lo que en lo sucesivo, mi capacidad de odiar, de tramar venganzas y de reducir al mínimo mi proverbial rencor, se reducirían muchísimo. Sobre todo, cuando los alumnos empezaron a darme lecciones que me harían mucho más humano, porque yo de aquella lo era más bien poco, en verdad. Harían falta unos cuantos años para que los chicos y chicas a quienes he impartido clase, dulcificaran y relativizaran mi carácter por completo. Pero el primer paso tuvo lugar con aquellas dos manos enemigas entrelazadas en un hospital por confluencias azarosas de la casualidad.

Puedes ver el resto de los Hitos de mi escalera, aquí

2 Comentarios

  • Emma
    Posted 29 de julio de 2022 09:46 0Likes

    Estoy totalmente de acuerdo con tu novia de entonces. Hiciste lo que tenías que hacer con una persona vulnerable y muerta de miedo que, al sonreírte, olvidó tantos años de rencillas y de estulticia. Porque eso es lo que es gastar tiempo y energías en odiar, estulticia pura y dura.
    La vida nos da lecciones constantemente. Si tenemos la habilidad para aprenderlas, estupendo, sino, a repetirlas y repetirlas en un bucle eterno.
    Me alegro muchísimo por ti. Al aprender aquella lección ganaste mucho tiempo y muchas energías que has sabido emplear de forma magistral. Por ejemplo, en estos hitos y en otros menesteres que tanto enriquecen tu vida.
    Beso y abrazo.

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 30 de julio de 2022 10:33 1Likes

      Muchas gracias, querida amiga. Sí, yo también pienso que aquella chica tenía más madurez y fundamentos que yo, al menos en el punto que nos ocupa. Me quedo con tu frase: “La vida nos da lecciones constantemente. Si tenemos la habilidad para aprenderlas, estupendo, sino, a repetirlas y repetirlas en un bucle eterno”. Y es que a mí nunca me gustó perder tiempo. Aquella lección dio mucho juego, pero aún habrían de pasar muchas “lijadoras” para desbastarme bastante más. En ello seguimos, bien acompañados por buenas amigas como vos. Muaaaaa

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