EL ORGULLO TE PUDO (GRACIAS) -MICRORRELATO-

El orgullo te pudo. Lo afirmaste siempre, cuando nos contabas el episodio, y yo te creí cada vez que lo repetías. Te conocía bien, a pesar de tus intentos para evitarlo. A tus veinte años recién cumplidos, tenías un futuro prometedor. En un país cuya posguerra duraba más de lo habitual, tú sabías leer y escribir, y habías dejado atrás el bachillerato. Ya tenías más cultura que la inmensa mayoría de tus compatriotas. La vía elegida para escapar al pueblo consistió en ser fraile dominico. Una élite, en definitiva. En un país donde tú llegaste a pasar hambre de pequeño, ya comías caliente tres veces al día; también dormías en una cama estrecha y convivías con la disciplina más estricta, pero también con unas cuantas inteligencias privilegiadas. Eras un buen estudiante, de los mejores. En tu clase, tus calificaciones siempre quedaban en los primeros puestos. Y te faltaban sólo tres años para cantar misa, para profesar definitivamente tus votos, y convertirte en un religioso de por vida. Pero el orgullo te pudo. Fue uno de tus puntos débiles siempre. Pero también una de tus virtudes, algo que te impulsó a ser lo que acabaste siendo, que no fue poco. Aunque el orgullo, en aquel convento, no acabara siendo instrumento adecuado para hacer prevalecer tus razones. Tal vez jugaste mal tus cartas. Tal vez optaste por lo emocional, tú, que siempre fuiste la razón pura. Y tu ultimátum a tus superiores tuvo consecuencias previsibles para cualquiera, pero imprevistas para ti. Habrías debido contenerte. Al fin y al cabo, una matrícula de honor más o menos no debería haber decidido tu futuro. Pero acabó haciéndolo. Estabas acostumbrado a tener una al acabar el curso. Lo malo es que sólo había dos disponibles por grupo.  Y si bien una parecía reservada para ti, ese año coincidiste en el aula con el sobrino del prior, recién llegado de otro convento por causas que nunca aclaraste. Pero así como superar al número uno de tu promoción no lo viste viable jamás, y no contabas con ello, quedar por encima de aquel mozo de tez pálida, lo dabas por hecho. Pese a su parentesco. Aún creías en la justicia, en un lugar donde la verdad -pensabas- era la ley. Aún creías en Dios, en la ley, en la justicia. Cuando en junio las matrículas de honor fueron a parar al de siempre y al sobrino del prior, no te lo pudiste creer. Siempre nos contaste tu reacción airada, pero contenida, que primero apeló a la razón, a lo que pensaste que era lo justo. Y hablaste con varias personas de rango, antes de hacerlo con el prior. Todas te recomendaron humildad y acatamiento del dictamen profesoral. No obstante, esa vez la obediencia ciega no fue nunca una opción para ti. Sólo querías que lo que te correspondía te fuese concedido. Insististe, bien nos lo recalcaste en tu relato, mas no hubo forma de cambiar aquella nota por la vía oficial. En un último intento, apelaste al sentido ético y a la omnipresencia de Dios, cuando hablaste con el prior cara a cara, cuando le planteaste un órdago impensable en un novicio; tu desesperada propuesta fue rechazada de plano y con malos modos. Como no te callaste e insististe, fuiste castigado. Pero dicho castigo no tuvo lugar. Decidiste abandonar el convento, tu preparación, tus futuros estudios en Roma y todos los planes que habías entrevisto los seis años precedentes, además de todas las expectativas que tu familia había depositado en ti. De todo aquello y de muchas cosas más te privaste con aquella carta de renuncia inmediata e irreversible. Tampoco hiciste caso a algunos superiores que bien te querían, y que te recomendaran retractarte de aquella decisión tan drástica, ejemplo de prepotencia. Pero tu orgullo te pudo. Nos contaste que hasta les respondiste gritando, lleno de violencia verbal, “porque la otra no se contemplaba allí dentro”. No hubo vuelta atrás. Tu orgullo venció aquella pugna. Gracias por ello, padre.
Del libro inédito Micrólogos

Deja un comentario