LA INQUIETANTE PRESENCIA DE LOS AUTÓMATAS

Hay algo turbador en la mirada de los juguetes, sea ésta perdida e inmóvil o dirigida y cambiante. Son seres que nos instilan inquietudes que no sabemos muy bien cómo gestionar. Porque a veces llaman a gritos al miedo, y no tenemos los arrestos para contraponer la lógica a lo que sólo es instinto, a lo que el miedo nos produce. Y ello sin razones de ningún tipo, o precisamente por ello mismo. Los artistas lo han sabido siempre. Los directores de cine, también. Los muñecos, maniquíes o autómatas han constituido a lo largo de los años el marco donde se desarrollan pesadillas recurrentes o crímenes horrorosos, que uno nunca sabía si habían producido los propios muñecos o sólo eran testigos mudos de algo que en secreto aprobaban. Por no apelar a ejemplos más chuscos e inferiores, recuerdo ahora algunas escenas de tres extraordinarias películas donde eran protagonistas por derecho propio: El beso del asesino, de Stanley Kubrick, La huella, de Joseph L. Mankiewicz, y Blade runner, de Ridley Scott.

Sin embargo, en el Musée de l’Automat de Souillac, los muñecos no inspiran ese temor reverencial que de siempre han sugerido. Al contrario, el ambiente lúdico, risueño, festivo, acaso melancólico en ocasiones, pero jamás terrorífico, es lo que prima en sus bien nutridas vitrinas, ofrecidas al espectador con mimo y buen gusto. Este batería de jazz, integrante de una deliciosa “jam session band”, es un buen ejemplo de lo que digo. Y si por algún asomo, esa mirada y esa bocaza abierta de dientes tan contrastados nos pudiera aproximar alguna inquietud, pensemos que lo que estaban tocando era algo de John Coltrane, o de Miles Davis, y se nos disuelve enseguida la tontería ancestral.

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