ILUSIONES REALES (MICRORRELATO

Mi marido intentó compensar su última paliza con dos entradas para un extraño espectáculo: un ilusionista moldavo, de nombre imposible, que prometía maravillas. No obstante, sólo hallamos lo típico: las cartas, las adivinaciones, el numerito de la levitación, seguido al final de la consabida partición por la mitad, vía serrucho largo con el que además improvisaba unas notas musicales que más bien parecían chirridos graves. Con todo, cuando eligió a mi marido como sujeto paciente para el último número, la cosa me interesó ligeramente. Se puso mejor cuando vi cómo empezó a cortarlo en dos partes. Mis ojos debían mostrar a quien los mirase el destello exterior de mi propia ensoñación. Pero creo que casi me desmayo de gusto cuando ordenó a los pies que movieran los dedos y éstos permanecieron inmóviles, al tiempo que un reguerillo de sangre fue salpicando el suelo. Mi marido no profirió ni un gemido siquiera; acaso soñara, acaso fuera drogado. Pero de entre el público fueron brotando muchos gritos, de forma escalonada, cuando la ilusión dio paso a la tremenda realidad. El tipo alegaría en su defensa que le falló no sé cuál dispositivo, pero no pudo convencer a nadie o nadie quiere creerle, habida cuenta de las sustancias que le encontraron en su organismo. ¡Pobre! A mí me gustaría visitarle cada semana, todas las que hicieran falta hasta que el asunto se resolviera de una vez. Para consolarle un poquito su pesar. Y para agradecerle, sobre todo, su aparición providencial. Pero me parece que dichos encuentros resultarían harto sospechosos. Porque, claro, a mí el espectáculo me encantó. Al ilusionista, imagino que mucho menos. Y a mi marido, ya ni le preguntamos.

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