HITOS DE MI ESCALERA (53)

Recuerdo bien la felicidad de mis primeros tiempos en Avilés, recién llegado de León en el 92, por tener un piso para mí solo, y de tipo familiar, con más habitaciones de las necesarias para una persona, que me habían permitido asentar mi siempre creciente biblioteca y albergar una zona donde poder revelar fotos, una de mis reivindicaciones clave de aquellos años, pues yo venía de ciertas limitaciones de casa de mis padres. Allí estuve muy feliz, pero aquel piso fue una primera aproximación. Una solución temporal. Cómoda, porque sólo tenía que hacerme cargo de la intendencia diaria. Estaba amueblado, y las cuestiones impositivas o jurídicas caían del lado de mi casera. Tampoco podía hacer remodelaciones estructurales, y no muchas de las coyunturales; pero en esos años ¿quién las quería? Yo en aquel piso me lo pasé maravillosamente bien en mi soledad adecuadamente conectada. En la guarida del solitario que no debía dar explicaciones a nadie.

Pero los años fueron pasando, cinco en concreto. Y hubo alguien a quien le urgía que sucediesen ciertos cambios en mi vida que a mí, en cambio, me parecía maravillosa. Esa persona no era otra que mi madre, que con su proverbial sentido ordenado y pragmático me iba ronroneando cada poco la necesidad de comprar «el pisico, hijo mío, el pisico». Lo hacía siempre que yo iba a verlos a León. Pero, harta de mi indolencia, y de mi laisser faire, laisser passer, decidió adoptar otra actitud más drástica. La situación se propició en el funeral de una hermana suya, a la que asistí. La enfermedad que se la llevó era de esas que despersonalizan por completo a alguien, y todos estábamos muy tristes. Mi madre aprovechó la coyuntura de la bajada de defensas, y planteó un órdago en el viaje de vuelta. Un órdago con forma de chantaje emocional, en los que era consumada experta. «Tú verás lo que haces, pero si quieres que te dejemos el dinero del piso y no tengas que contratar una hipoteca como todo hijo de vecino, y dejar un cuarto de sueldo para el banco, tienes que comprarte un piso YA». La frase no fue exactamente así, pero resumiría bien la conclusión que ella expresó como ultimátum tras mis débiles excusas dilatorias.

Total, que me puse a buscar piso, que es una de las actividades, que junto a la extracción de muelas en vivo y la corrección de exámenes, de las que más me han gustado en la vida. Y como la cabra tira al barrio, después de mucho buscar durante ¡día y medio!, encontré uno que me gustó y que se ajustaba a mi magra economía. Yo vivía en una calle al lado del parque de Ferrera, en el número 3. Pues bien, lal vivienda que me encandiló estaba en el ¡número 1! No sé si se entiende por dónde van los tiros… Claro, yo estaba acostumbrado a comprar libros, comida y algún electrodoméstico, asuntos de pocas pesetas y escasa responsabilidad. Pero cuando la cosa subía mucho de precio, por ejemplo cuando precisé comprarme un coche acababa acudiendo a quien de ello entendía, o sea, a mi padre, que siempre me ayudó a elegir y a encontrar buenas condiciones. Con la cuestión del piso, había algo que se sumaba además a mis preocupaciones monetarias y burocráticas: ya que me iban a adelantar el dinero, de recibo era que también les gustara a ellos, sobre todo a mi madre.

Y, sí, fueron a verlo. Atravesando el Pajares, nada menos, porque lo de los peajes del Huerna era un gasto inútil a evitar, aunque mi madre se mareara yendo a 2 km por leche al hipermercado. Pero sucedió que ese día su emoción fue tal que ni se acordó del mareo, y llegó estupendamente, con ganas de ver y mucha curiosidad. Y, sí, les gustó, a los dos conjuntamente, algo digno de reseñar -que se pusieran de acuerdo en algo-, lo que me permitió respirar de alivio. Y, sí, iniciamos los trámites para su adquisición. Y menos mal que mi padre andaba cerca, porque si no hubiera sido por él, yo, que de esto y de tantas cosas no entiendo nada, me habría comido toda la plusvalía que la inmobiliaria pretendía que pagara íntegra el comprador; así, sólo aboné la mitad, y bien que recuerdo su orgullosa satisfacción por las negociaciones, que supo conducir a buen puerto.

Total, que mis padres me prestaron -como si de un banco se tratare- diez milloncetes (de pesetas) en canal. Y yo puse los dos y medio restantes más lo que me supuso el amueblado del piso que, éste sí, se hallaba vacío. Su generosidad fue todavía más allá, porque cuando planteamos en qué términos les iría devolviendo el dinero, mi padre, que en cuestiones macroeconómicas y financieras era quien llevaba la voz cantante, me preguntó incluso de cuánto quería que fuese cada plazo. Recuerdo bien la frase que pronuncié: «Pues una cantidad que no me joda la juventud y me permita vivir como hasta ahora». Mi padre sugirió medio millón anual, y yo ratifiqué mi amén, contentísimo. De ese modo, cada navidad, cuando iba a pasar las fiestas con ellos y mi hermano, yo les ingresaba 500.000 pts. (luego, 3.000 €), y así durante 20 años, hasta la amortización total de la deuda, que pasó sin hacer daño, y de la que casi ni me enteré.

Aun así, mi bisoñez y sentido irreal de la existencia para algunas cosas, me jugaron una mala pasada. Ese verano de 1997 lo consumí entero en el traslado de las múltiples cajas con mis enseres del nº 3 al nº 1, que distaban 35 m. entre sí, en vez de hacerlo todo de golpe con una mudanza rápida que me habría costado algo de dinero, pero me habría evitado la prolongación inútil de una mudanza que nunca parecía acabar y que motivó que cuando comenzó el curso 97-98 no sólo no hubiera descansado nada (y viajado menos), sino que lo iniciara sin la sensación de descarga y recarga de energía que todo verano debe promover en todo docente.

Pero eso no es sino una anécdota menor. Lo importante fue que gracias la insistencia recurrente y perentoria de mi madre, a la pericia jurídica de mi padre y a la generosidad inmensa de los dos, comencé una etapa completamente nueva. Se iba a desarrollar en la misma ciudad, en el mismo instituto -todavía-, en el mismo barrio, en la misma calle, con las mismas vistas, a la misma altura (pasé de un 5º a un 3º, pero mi edificio estaba más arriba, con lo que quedaba igual, más o menos), haciendo las mismas cosas, con las mismas aficiones. Pero, eso sí, con un piso familiar de 87 m2 con su trastero de 6 m2 bajo cubierta y, a mayores, un garaje para mi coche, todo ello en propiedad, lo que dotaría a la nueva etapa de características notablemente diferentes a la que acababa de terminar. Empezando por acondicionar el nido que, ahora sí, admitiría la forma que yo mismo fuera decidiendo a cada paso.

2 Comentarios

  • Emma
    Posted 2 de diciembre de 2023 10:16 0Likes

    Recuerdo, perfectamente, el día que conocí tu nuevo piso. El impacto de la biblioteca que reinaba, en modo emperatriz, en tu sala de estar-estudio-biblioteca-fonoteca, incluso comedor, si se terciaba, empequeñeciendo, incluso, al televisor, encastrado en ella.
    Recuerdo los gratísimos momentos que disfrutamos en ese piso. Con especial cariño, el momento en el que invitaste a sentarme en tu sillón lector y me leíste un cuento de Julio Cortázar.
    Tuviste muchísima suerte al contar con una madre y un padre como los que tuviste, cada cual en su estilo, con sus luces y sus sombras, como cualquier ser humano.
    Lo de “obligarte” a comprar un piso y subvencionártelo, fue un gran acierto. Una luz brillante y cálida.
    Tanto tu madre como tu padre se sentirían orgullosos de los réditos que te ha proporcionado ese piso, en todos, todos, los sentidos.

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 10 de diciembre de 2023 10:41 0Likes

      ¡Qué de recuerdos nos transmitimos! Estoy seguro de que gracias a mis Hitos, te han sobrevenidos momentos de ambos que teníamos algo aparcados. En mi caso, es así, hasta el punto de que no recordaba (¡snif!) cuando entraste en mi piso por primera vez. Y me encanta que me retrotrajeras a aquella lectura de Cortázar “personalizada” de “La noche boca arriba”, creo que sería. ¡Qué de momentos juntos!, a pesar de no estar tan apegados como otros amigos, cuya frecuencia es mucho mayor. Y, sí, tuve una tremenda suerte con mis padres, en un buen porcentaje de cuestiones: una de ellas, desde luego, ésta, que no fue cosa menor, porque me permitió vivir mi inicial madurez sin los agobios a que se ven sometida la mayoría. Cuanto a lo del orgullo… quiero pensar que sí. Gracias, amiga mía, por tus palabras

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