HITOS DE MI ESCALERA (37)

Yo había leído desde siempre, o eso me gusta pensar. Pero hubo un momento en el que dos autores se erigieron como los mentores que encauzarían mi caótica y poco estructurada aventura literaria; algo así como dos faros pareados que me guiarían en mi transcurrir por el oscuro aunque fascinante mundo de las letras. Así, fue en el año 1985, cuando dos amigas muy queridas me hicieron trabar contacto con Marguerite Yourcenar primero, y con Jorge Luis Borges, después.

Primero, fue un regalo por mi cumpleaños. Mi amiga Loli, uno de mis principales apoyos en Madrid, me trajo, primorosamente envuelto en papel de regalo, la edición en tapa dura de Memorias de Adriano, traducido por Julio Cortázar, en Edhasa. Tal era el predicamento que esa mujer ejercía sobre mí, que esa misma noche comencé su lectura, quedándome por completo anonadado ante la calidad de una prosa a la que no estaba acostumbrado en mis lecturas de teatro, filosofía, o novela existencialista. Sus palabras se me derramaban por dentro, mientras leía, y debía volver atrás a menudo para entender el significado, que se me escapaba por atender más a la musicalidad de dicho discurso. Comprendí de inmediato que una novela podía ser más poderosa que la realidad, que ésta puede ser la base sobre la que se asiente la mentira para que la ficción sea quien nos lleve de la mano para comprender y paladear el mundo. Y, sobre todo, que se puede ofrecer un contenido profundo a través de una forma exquisita (antes, yo casi todo lo cifraba en el contenido, tan concienciado política y socialmente estaba).

Apenas tres meses después, ya en plenas vacaciones de verano en León, sucedió el segundo deslumbramiento. Tuvo lugar en casa de mi amiga Marisol: para que no me aburriera mientras esperaba a que se vistiera y maquillara en el baño, me sentó en su estrecha cama y me alargó un libro en rústica de un tal Jorge Luis Borges, de quien aún no había leído nada, y me dijo que leyera un cuento titulado “Las ruinas circulares”. Pues bien, el impacto que tal relato me produjo es difícil de expresar. De mano, esa tarde ya no salimos de su casa hasta mucho más tarde, mientras su padre se partía de la risa, viéndonos seleccionar libros de aquel autor argentino tan famoso, mientras ella iba clasificándolos por importancia. Al día siguiente, por supuesto, fui rápidamente a comprar Ficciones, el libro donde se hallaba el cuento recomendado, y ya nada volvió a ser lo mismo.

Si con Yourcenar, me cogí de su mano para apreciar la Literatura de un modo mucho más completo y aprovechable, con Borges yo sentí el impulso creador de un modo irrenunciable, hasta hoy. Y así como quería leer a la autora belga todo el tiempo, a la vez ¡¡quería escribir como lo hacía el divino ciego!! Allí comenzó mi enfermedad escritora, aquejada desde los inicios de uno de los males que el propio Borges instila: es imposible no querer imitarle, pero es quimérico conseguirlo, pues es demasiado personal, demasiado específico; y, por último, ha de pasar un tiempo variable hasta que uno se harta de los fracasos continuos, abomina de querer hacerlo y emprende el propio camino.

Mi idea de la lectura, y, sobre todo, de la escritura, ya no volvió a ser la misma. Ya nada volvería a ser igual en mi relación con la Literatura. A partir de ese momento, comprendí que lo que escribiera no debía tender sólo a comunicar algo (contenido), sino que debería ir envuelto de un determinado modo (forma) que había que adivinar -y acertar- cada vez. A partir de ese verano, mi obsesión por escribir alcanzó cotas que jamás se repetirían en tiempos posteriores. Aunque en honor a la verdad he de alegar en mi defensa que aún hoy sigo infectado del virus que aquellos dos libros. Una prueba más de esto que digo es que uno de los cuadros que adornan mi salón es una lámina que contiene dos fotografías montadas por mí. Desde ella, me contemplan con indecible paciencia dos rostros provectos, serenos, intensos, estimuladores. Marguerite Yourcenar, Jorge Luis Borges. Ahí siguen y seguirán, mientras yo siga. O, más bien, viceversa.

2 Comentarios

  • Emma
    Posted 27 de febrero de 2021 09:41 0Likes

    He tenido que levantarme a comprobar que mi ejemplar de “Memorias de Adriano” es el mismo que el tuyo. Y, sí, lo es. Tapa dura, Edhasa, traducción de Julio Cortázar. Lo compré en Madrid, en febrero de 1984, en un mercadillo de la Cruz Roja.
    Lo tengo junto al “Orlando”, de Virginia Woolf, traducido por Borges. También lo compré en Madrid, en un mercadillo. Es un ejemplar modesto, de bolsillo. Tapa blanda, cuerpo de letra 8. Editado por la la Editorial Sudamericana, distribuido, en España, por Edhasa.
    Es curioso, porque no le correspondería estar ahí, sino un puesto a la izquierda, antes de “Tres guineas”.
    Parece que el destino, o mi “despiste”, han querido unir a Borges, Cortázar, Woolf y Yourcenar, para la eternidad y en ese espacio de mi biblioteca.

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 27 de febrero de 2021 09:44 0Likes

      Maravilloso destino, a fe. Acaso, dijera el divino ciego, no fuera despiste, sino una confabulación de esos elementos, para poder aguardar la eternidad en agradable compaña. ¡Qué bonito que mi biblioteca hable con la tuya, Hitos mediante!, ¿no?

Deja un comentario