HITOS DE MI ESCALERA (50)

El año 92 tuvieron lugar en España dos acontecimientos notables, de gran repercusión y trascendencia: la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona. Desde el punto de vista de los españoles de entonces, ambas citas supusieron una “puesta de largo” de la modernidad de España, que se encaramaba, y con éxito -aunque con muchos matices-, a los países de cabeza del primer mundo. Ese mismo año, en lo que a mí respecta, recibí en mayo una noticia que también iba a suponer mi “puesta de largo”, pero a otro nivel: mi destino definitivo como docente. Sería en un instituto asturiano, en concreto de un pequeño barrio del extrarradio de Avilés, llamado Valliniello.

Tras los dos años precedentes, en los que había iniciado mi andadura profesoral, de haber estado en mi salsa, disfrutando en institutos de solera, y con una posición envidiable desde varios puntos de vista, pasaría por fin a ocupar una plaza definitiva en propiedad. Fue en un recreo cuando me entero de la resolución del concurso de traslados: mi destino iba a ser una de las ciudades más contaminadas del norte de España. Y no en un centro puntero o afamado, sino en uno más bien reciente, con tradición de en la formación profesional, pero reestructurado para impartir la ESO y el Bachillerato, cuya andadura daría comienzo justo el año que llegábamos 32 profesores nuevos, incluido yo. La perspectiva me deprimió tanto, que cuando regresé al aula a dar mi única hora restante, dije a mis alumnos que ese día no daría clase, que me habían dado una noticia muy mala y que no estaba para nada. Les encargué una tarea, y me puse a pensar en mi “horroroso” destino, mientras ellos celebraban encantados los motivos de mi pesadumbre.

En aquel momento, tan en la nube, no me percaté de que el lugar al que me habían adscrito por traslado era mucho mejor de lo que un primer destino acostumbra deparar, pues al principio suele uno recalar en lugares poco poblados, alejados de las grandes urbes y con mucha movilidad en su personal. Pero, no. Era una ciudad de 80.000 habitantes, con potente pasado industrial venido a menos; al lado de Oviedo y Gijón (15-20 m. de autovía), y en una región de gran belleza natural. Pese a todo, yo no vi nada positivo aquel día. Y los siguientes meses, tampoco. Por delante quedaban trámites burocráticos, logísticos y mentales.

Al acabar el curso, me consolé de mi futuro practicando mucho deporte y haciendo muchas sesiones de “fotos de estudio” en el local familiar. Fui convocando a mis principales amigos y amigas, como si realmente  me trasladara a la Polinesia como Gauguin o Stevenson, y jamás fuera a regresar. En honor a la verdad, he de decir que de aquellas sesiones salieron algunos de los mejores retratos (en B/N y película analógica) que saqué nunca.  Y aunque a medida que pasaban las semanas las malas expectativas no llegaron a generar una crisis de ansiedad, el nerviosismo de la partida fue en aumento, sobre todo cuando tuve que afrontar lo inevitable: buscar donde vivir.

Fui también empacando poco a poco mi “pequeña” biblioteca, que en aquellos momentos no alcanzaba aún los 1.000 ejemplares, y había estado muy limitada por motivos obvios a mi habitación en la casa paterna, donde ya no cabía nada más (de hecho, la primera compra libresca, ya en el nuevo domicilio, fue el Diccionario de la RAE, en un gran tomo encuadernado en tapa dura, en su vigésimo primera edición de 1992, cuyo volumen no habría “entrado” ya en mis exiguas estanterías). Pero como siempre con estas cosas, lo hice con morosidad y detenimiento, para desespero de mi progenitora, que no veía avanzar la operación de vaciado de mi espacio vital, y veía en todo aquello una prueba más de procrastinación marca de la casa. También dejé para lo último la tarea de buscar y alquilar un piso, amueblado y con lo esencial, para empezar a caminar por mi propio pie. Pues de eso se trataba, en esencia. El “niño” tenía que comenzar a valerse por sí mismo, y tal vez eso era lo que me atemorizaba subconscientemente. Claro que también me excitaba muchísimo, y las ganas que tenía que poder disponer por completo de mi propio espacio eran superlativas.

Por fin, el 12 de septiembre tuvo lugar el traslado a Avilés. Mi padre, legalista en extremo, y para que el contrato fuera correcto y no hubiera ningún problema en el futuro me había ayudado en la operación logística con el piso (familiar, como siempre sería, aun siendo sólo para mí, de 85 m2). También contribuyó en la operación de la mudanza final, con la ayuda de un amigo suyo y su camión de transporte, lo que permitió que todo fuera fluido y sin inconveniente alguno. Mi padre se quedó un par de días para asentar todo y completar algunos trámites bancarios. Y luego se fue. El “niño” quedaba solo por fin. Ya había un precedente cuando me fui a estudiar a Madrid. Pero aquello era temporal, y todos sabíamos que regresaría al hogar familiar en el mismo régimen de hijo mantenido. Ahora ya no habría tal regreso, por más que mi madre albergara durante varios cursos la esperanza de que volviera a León, tras el correspondiente concurso anual de traslados. Pero yo supe siempre que no regresaría jamás a vivir donde mis padres y, de hecho, nunca concursé con vistas a un regreso. El “niño” tenía que remar solo por primera vez, porque en Madrid no tuvo que hacer nada, salvo estudiar e investigar: todo lo demás ya le venía dado, por su régimen de pensión. Ahora era cuando comenzaba de verdad la vida en serio. Tenía 29 años.

La vida en serio implicaba varias cosas para las que no tenía experiencia ninguna. La principal de las cuales era la intendencia alimentaria, porque el que suscribe no sabía en aquellas fechas ni hacerse un huevo frito, consecuencia de una falta de interés de mi parte, y sobre todo de la idea de una madre que no debía enseñar cocina a sus dos hijos varones, porque «ya os lo harán vuestras mujeres, cuando os caséis». Así que tras unos días de laterío y congelados, tomé la decisión de aprender a cocinar, primero para sobrevivir, y luego para vivir. Simone Ortega, con sus 1080 recetas de cocina fue quien me inició -como a tantos- en los secretos culinarios. Luego, compras básicas (utillaje de cocina, televisor, segundo vídeo -para las grabaciones de clase-). A continuación, compras más específicas (varios elementos imprescindibles para mi recientemente inaugurado ¡¡laboratorio fotográfico!! y ¡¡por fin!! mi primer ordenador, con impresora de inyección de tinta). Después, re-acondicionamiento de los espacios para acomodarlos a mis gustos y exigencias. Y, de forma simultánea, el aterrizaje en un centro nuevo en muchos sentidos, con un alumnado y un equipo directivo muy, muy diferentes de los que había disfrutado en León; preparación de clases, aparte. Lo que, todo junto, no fue poco trabajo, debo afirmar.

En unos días se van a cumplir 30 años (¡treinta!) de todo aquello que supuso el mayor cambio sobrevenido en mi vida desde mi estadía de estudiante en Madrid. Comenzaba el resto de mi existencia de adulto. Lo hacía con muchas carencias, con mucha ilusión, con muchas expectativas, con muchas dificultades, pero con una determinación absoluta. Siempre había querido vivir solo. Por eso, vivir en una ciudad que no me gustó al principio y dar clase en un instituto que acabaría siendo terrible, no me iban a joder la experiencia. El segundo aspecto se revelaría como el mayor de los problemas, pero no me dejé achantar, y lo que aprendí en ese instituto sería clave para mi definitivo savoir être en el aula (aunque eso se contará más adelante). Daba comienzo, pues, la segunda parte de mi vida.

Puedes ver el resto de los Hitos de mi escalera, aquí

2 Comentarios

  • Emma
    Posted 6 de septiembre de 2022 09:01 1Likes

    ¡Mae mía, Maricarmen! ¡Valliniello!
    Allí nos conocimos, en el curso 96-97. Aún tengo en la memoria la primera vez que te vi, en tu Citroen rojo, cerrándome el paso en la rotonda, del puente de Azuv. Debí lanzarte una mirada furibunda, de las que suelo echar cuando “un tío” se salta las normas de circulación (ya, ya sé que discutiremos esto).
    Cuál no sería mi sorpresa, cuando te encontré en el Departamento. Aquel espacio en el que compartimos tantas cosas y se fraguó nuestra amistad.
    Otrosí digo, los 29 son una buena edad para dejar el nido, definitivamente, y echar a volar. Yo lo hice a los 26, y, como diría mi madre, “llegué a tiempo”.
    ¡Mae mía, Maricarmen! Valliniello… No me extraña que te deprimieras al conocer tu destino. Y eso que aún no sabías de la misa a la media.
    También te digo que, gracias a ese lugar infernal, nos conocimos. Solo por eso, ya nos ha merecido la pena.

  • Eduardo Arias Rábanos
    Posted 6 de septiembre de 2022 11:14 1Likes

    Pues sí, mi querida amiga, en Valliniello fue. Y, como las grandes amistades -hay buenas pruebas de ello- comenzó mal, con malentendidos, prejuicios y otras mandangas. Claro es que todo ello se diluyó con rapidez en cuanto captamos la acidez del humor del otro, la inteligencia que sostenía cuanto decíamos y opinábamos, y un carácter poco sobornable ante las injusticias. Amén, claro, de nuestro frente común frente a la estulticia corrupta de aquella directiva.

    Por lo que toca a lo del nido, creo que antes habría sido mejor. Ya lo tuyo me parece tarde, así que imagina yo. Claro que si lo comparamos con ahora, fuimos unos privilegiados, me parece. En fin. De casi todo lo que siga ya tendrás un conocimiento si no directo (como con el famoso Citröen, ejem), muchas veces de forma indirecta, comentada o referida. Seguimos, amiga mía, seguimos

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