GOLPE DE EFECTO DEL PRÍNCIPE FELIPE (ANTES DE SER CORONADO)

Alguien muy cercano me amonesta, diciendo que, ya que tanto hablo sobre política, crisis, economías, éticas y otras martingalas relacionadas con todo cuanto nos acucia, podría escribir más de ello mismo en esta bitácora. Cuando más gente me dice eso, suelo sonreír y esbozar una frase en la que dé lo mismo lo que signifique, porque tanto vale como una defensa, como una boutade, o como una intrascendencia más. Lo que quienes me conocen saben bien, es que intento mantener este espacio lo más puro posible, o, si se quiere, lo menos contaminado que pueda lograr. Aun así, en ocasiones uno recibe sus impulsos, y un ramalazo bufón culmina ese inicio en un final como éste que ahora explayo.

Un rey ha abdicado. En nuestro país es noticia. Ya en sí, porque los reyes no suelen hacerlo. Pero es que, además, aquí no dimite nadie. O casi. Pero, sí. Nuestro rey añade una sorpresa más a su dilatada lista, y ha dimitido de su cargo. O sea, ha abdicado (las causas esenciales aún tardarán en ser esclarecidas, pero eso ahora no viene al caso). Pese a lo inhabitual del hecho, es factible y nada que merezca gastar tanta tinta como se hizo, por ejemplo con la dimisión del papa Benedicto XVI, que ése sí que dejó a la peña de pie, como diría nuestro Sabina. Es factible, pero nada más hacerlo, se ha montado enseguida un coro laudatorio y un coro crítico, amén de otros coros, igualmente interesados, igualmente amnésicos, igualmente parciales. Y, como saben hasta los más pequeños, a un rey le sucede su hijo. Es lo más natural, aunque hoy las monarquías no nos parezcan nada lógicas, ni racionales, ni naturales. Pero, sí, los hijos suceden a los reyes en las monarquías. Sin embargo, al principito que le toca asumir el cargo que le cede su padre, le han salido cuestionadores del cargo, demandantes de legitimidades modernas, racionalistas del cambio político y otras formas de marear la perdiz.

Una ley acaba de conceder el plácet para que la sucesión siga su curso. Pero muchos pensamos que la cuestión de la legitimidad ya no viene dada tan fácilmente. Por eso yo propongo un futurible que arreglaría de un plumazo el peliagudo problema en que Felipe de Borbón y Grecia se encuentra ahora mismo, a punto de ser coronado rey de España. Este personaje, sobre el que aún no se han vertido las barbaridades que ahora mismo se están cociendo en hornos especializados, y sobre el que existe un consenso bastante generalizado de preparación, talante sereno y espíritu continuador de cuanto inició el padre en política, podría dar un golpe de mano el día de ser coronado. La cosa podría suceder como sigue.

Cuando tenga lugar la investidura, y antes de que ser investido en las Cortes con los símbolos que le son propios, debería pedir la palabra y manifestar su deseo de pronunciar un discurso. Tras la sorpresa por la ruptura del protocolo, declararía, sin leerlas, de corrido, y paseando la mirada por todo el hemiciclo, estas palabras: “Antes de que la ceremonia continúe, quiero salir al paso de cuanto se ha dicho, se dice y se dirá de mí y de mi cargo, legal y legítimamente heredado de mi padre, el Rey. Antes de proseguir con lo previsto, me gustaría anunciaros un modo de comprobar si realmente merezco ser rey de los españoles, cosa que ahora mismo no sé con certeza absoluta. Aprovechando las peticiones callejeras y mediáticas sobre el advenimiento de una tercera república, mataríamos dos pájaros de un tiro. El rey, Juan Carlos I, fue nombrado por un dictador y pese a haber sido ratificado en un referéndum, posterior, todos sabemos que aquello fue una simple maniobra legal del dictador para simular legitimidad. Pero mi padre sabía que la legitimidad de un rey en nuestros tiempos debe ganársela a pulso. Con su actuación en la primera mitad de su reinado, se ganó de sobra dicha legitimidad, que sólo muy minoritariamente llegó a discutirse. Hoy yo propongo que se consulte al pueblo español, sin campaña electoral de ningún tipo que transforme sentires y pareceres, como sucedió con la OTAN en otro momento. Se le haría una pregunta muy sencilla, del tipo: “¿Desea que se continúe con la línea dinástica de los Borbones, establecida en la Constitución de 1978, y que en este caso corresponde a Felipe de Borbón y Grecia suceder a su padre Juan Carlos I?” O bien, “¿desea que cambie el modelo de Estado y se establezca una República, por la que sus máximos dirigentes serían elegidos en votación directa?” Al final, se cuentan los votos, y si sale la segunda opción de un 50’1 % o más, un servidor renuncia, y hasta aquí hemos llegado. Es muy fácil y no costaría mucho dinero. Piénselo, señores. Creo que aquí está la solución a todo el problema generado con la sucesión”.

La sinceridad y desasimiento al cargo serían tan tremendos, que el golpe de efecto sería demoledor, inesperado, refrescante, juvenil. De fijo, ganaría con estrépito, porque los españoles somos muy de golpes de efecto. Y, sí, desde luego: el problema desaparecería como por ensalmo. Y quienes ahora aúllan con tanta tontería (como si el problema real estuviera en la disyuntiva de nuestro país entre monarquía y república), no tendrían más remedio que aceptarlo, y afilar sus guadañas con otros temas, con otros personajes más endebles, más volubles, más corruptos.

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