EL PODER REAL DE LAS PALABRAS

A menudo nos inclinamos más por las imágenes y los hechos, que por las palabras. Los múltiples dichos que mencionan tal superioridad se podrían resumir en dos: “una imagen vale más que mil palabras” y “obras son amores, y no buenas razones”. En principio, las dos frases parecen correctas, sobre todo la segunda. Pero no son del todo exactas. La palabra es muy importante, mucho más de lo que se cree. De hecho, pronunciar algunas de forma irresponsable o hiriente, puede tener unas consecuencias que determinados actos no generarían. Las palabras dicen mucho de lo que pensamos, y ese arcano, que desconocemos en los demás, nos da pistas sobre lo que realmente piensan los otros, y si es una ofensa grave, lo que se derive de ellas puede ser más grave que un puñetazo o una agresión física.

El problema parte de que pronunciamos muchas, a veces demasiadas. He leído por ahí que un ser humano normal pronuncia una media de 70.000 palabras al día. No sé de dónde pueden sacar tales estadísticas, que acostumbran a dejarme atónito o turulato, cuando no las dos cosas al tiempo. Pero suponiendo la veracidad de dicha afirmación, el número es en verdad excesivo. Hablamos mucho, y solemos decir poco. Por eso, la palabra tiene hoy poco fundamento y poco prestigio. Más, si vemos que quienes la usan como herramienta básica de sus profesiones (léase políticos, periodistas, tertulianos) no suelen tener empacho alguno en emplearla de forma insuficiente y plana; y embustera, cuando no calumniadora.

Pero yo, que soy profesor, sé bien del poder de la palabra, de las palabras. Bien hilvanadas, consecuentes, entonadas, razonadas, pasionales, tienen más influencia en quienes me escuchan que cualquiera de las imágenes que les proyecto en el aula, o los hechos que les cuento en mis clases.

No sé quién dijo que las palabras eran también hechos. Los silencios, también lo son. De la equidistancia entre ambos, pienso que brota la serenidad de espíritu, acaso la sabiduría. Pero para eso hace falta saber hablar, cuando procede; y callar, cuando es preciso. Y no sólo eso. Hace falta tener algo (bueno) que decir, cuando se debe hablar. Y callar cuando es necesario, como indicaba. Pero también levantar la voz cuando las circunstancias lo requieren, cuando la injusticia o el hartazgo van preparando el cóctel que, de no conjurarse, puede derivar en hechos terribles, gravísimos, mucho más esta vez que todas las palabras juntas.

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