SER VISIBLE PARA SIEMPRE

Aquel angelote estaba harto de ser inmaterial, de que nadie pudiera verlo. Hacía muchos años que buscaba la manera de poderse librar de aquello que él consideraba un maleficio, pero que no podía expresar, pues se arriesgaba a ser castigado por instancias superiores. Después de haberlo probado todo, recaló un luminoso día en una catedral más olvidada que famosa. Allí, bajo la fresca umbría de las bóvedas, comprobó que se sentía muy bien, y algo le decía que podía suceder el milagro. Recorrió las naves, contempló las diferentes capillas, acarició las tumbas… y cuando esto hizo, un escalofrío lo recorrió por entero. “Mira, mamá, un angel-niño”. La madre le siguió la corriente al pequeño, lo recondujo y se lo llevó fuera. Aquel crío le había podido ver, y eso había sucedido… cuando pasó su mano por aquella tumba. Lo volvió a hacer. Sintió que era más él que nunca, y comprendió que aquel monumento funerario le otorgaría la visibilidad que siempre había ansiado. Deseó con más intensidad aún que la sensación fuese permanente. Así, arrancó una calavera de la decoración escultórica de aquel sepulcro, para llevarla consigo. Con ella bajo las manos, se sintió extrañamente feliz, pleno, exultante. Se sentó al pie de un pilar, sobre las molduras de su basa; contempló aquella calavera de arenisca, que acarició con ambas manos. Allí se quedó, inmóvil, rígido, pétreo, visible por fin para todos, ya para siempre.

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