LA MIRADA DESCONFIADA DEL GATO

El gato es receloso. No se fía. Pese a que me acerco con sigilo, mirando para otro lado, el gato interrumpe su tarea, y me mira fijo. Le molesto. A él y a otros compañeros, que se afanan en hurgar los fondos de un contenedor de basura lleno sólo a medias. La cara refleja todo lo que siente. No soy su amigo. No me quiere cerca. Si tuviera poder, me fulminaría, o me trasladaría de dimensión. Le impido concentrarse en una tarea que además de gustarle, le es vital. Pero sus ojos no se despegan de mí. Aunque yo haga que mire para otro lado, y oculte mi mirada tras la cámara, él ve sólo un ojo negro en forma de tubo-objetivo, que lo encara sin rubor, a distancia. Es desconfiado, por eso no deja de mirarme, para controlar mis pasos. Para ver si sobrepaso la línea que él considere segura. Para ver si me canso y me marcho. Para ver si puede continuar en el interior del contenedor, y no como ahora, apostado en el borde, en atrevido escorzo que atraviesa su mirada sobre su lomo. Pero yo no me marcho. Quiero una imagen lo suficientemente cerca como para que su expresión comunique todo lo que su figura me transmite. Me detengo. Me mantengo quieto, con la cámara dispuesta, pero sin hacer nada. Pasan unos segundos. Él vuelve a una movilidad reducida, menos tensa. Mira un instante al contenedor, donde antes saborearía algo interesante. Se estira un poco. Pero yo no deseo que se relaje: carraspeo levemente, lo justo para que se le pueda volver a activar la alarma. Se vuelve, me mira impaciente, molesto. Y disparo.

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