HITOS DE MI ESCALERA (2)

En la primera infancia no eres muy consciente de casi nada, y los recuerdos propios, tan tiernos, se entremezclan con lo que los familiares han introducido año a año en un relato siempre igual, siempre distinto, con variaciones frecuentes, tamizados, eso sí, por la contemplación relativamente objetiva de fotografías, que aportan valor documental a esos tiempos oscuros. A no ser, claro, que suceda algo determinante, algo maravilloso o algo grave. De mi primera infancia tengo algunas imágenes nebulosas, pero sobre todo el primer hito en mi vida del que fui protagonista consciente fue la muerte de mi abuelo. Yo era muy pequeño. Pero nunca digo que yo sólo tenía cuatro años recién cumplidos; yo prefiero decir que mi abuelo sólo me duró cuatro años. Y siempre maldigo duración tan breve.

La primera gran bofetada que me dio la vida fue contemplar a edad tan temprana cómo desaparecía para siempre la persona más incondicional que compartía mi alrededor. Parece difícil decir esto, pero puedo afirmar que el amor de mi padre era más bien pragmático y el de mi madre absoluto, pero no incondicional. En cambio, el de mi abuelo me era transmitido sin condición alguna, día a día, sin desmayo y generando un poso dependiente de tal calibre, que su muerte generaría un síndrome de abstinencia del que tardaría años en salir.

Vivíamos en Oviedo desde que yo tuve cinco meses, y mi abuelo se había venido a vivir con nosotros, y como mi madre era la más pequeña de sus hijas, yo fue su nieto menor, su juguete, su barro que modelar. Y vaya si lo hizo. Mi abuelo se llamaba Eduardo, de modo que ya se puede intuir por qué yo me llamo igual. Pero no sólo me proporcionó el nombre. También se encargó de quererme de un modo que es difícil de describir, pero que cualquiera puede entender. Es preferible ceñirse a sus logros.

Siempre he dicho que el estímulo palabrero es fundamental para que los primates humanos procedamos por imitación cuanto antes. Pero los padres tienen un trabajo que realizar, en primer lugar; y en segundo, una paciencia variable, pero limitada. Aquí es donde entra mi abuelo, que estaba conmigo todo el tiempo que estaba en casa, y muchas veces fuera, cuando salíamos de paseo. Mi abuelo enseguida vio mi potencial. Yo fui un niño precoz, pero esa anticipación no he de atribuírmela genéticamente, sino al hecho de que un niño pregunta infinitamente, y sólo calla cuando le obligan. Pero si se dispone de alguien a quien las preguntas no molestan, sino que encima te las responde y te sugiere otras… el resultado ya es sobrenatural. Ese fue mi caso. Yo tuve un abuelo a tiempo completo. Y eso se notó. En todo. Aprendí a leer y a escribir muy pronto, a sumar y a restar y a multiplicar y dividir, antes que otros niños. Y a hablar por los codos. Y eso sucedió porque tuve alguien que me enseñó, que estaba a mi disposición todo el tiempo. Y, además, me adoraba. Y, a mayores, me traía barquillos del parque San Francisco. Cada día, uno.

A finales de junio de 1967, a mi abuelo le sobrevino una trombosis cerebral (hoy diríamos un ictus), que lo inmovilizó en cama, sin habla y sin vista. En cambio oía, y sus manos, podían recibir el calor de las mías, cuando llegaba a su cama y quería que me leyera otra vez el cuento de cada noche. Yo preguntaba por qué mi abuelo no me respondía, por qué estaba allí tumbado y no se levantaba. No recuerdo qué me dijeron. Convencionalismos, imagino. No entendí nada, como es lógico. Apenas un mes después, un 24 de julio de 1967, mi abuelo moría en su cama, en casa, a nuestro lado. Seguí sin entender nada, pero mi disgusto por carecer de su voz y de sus caricias fue en aumento.

Mi desconcierto no decayó con el mutismo de mis padres, la sensación de llanto ambiental, la constante afluencia de familiares. Y llegó a su culmen cuando me enteré que debíamos viajar a Veguellina de Órbigo, en León, lugar de su nacimiento (y del de mi madre), donde reposarían definitivamente sus restos. Una vez allí, vi que a mi abuelo le habían metido en una caja de madera marrón brillante, y que unos operarios le habían pasado unas sogas por debajo para bajarlo a la tumba. En el momento en que vi que el féretro bajaba, me arranqué, me desasí de la mano de mi padre, y me lié a patadas con dos de los que estaban con la tarea. Hubieron de sacarme de allí obligadamente, pues uno de los sepultureros, el único que no llevaba gorra, amenazó con que si no me controlaban, me echarían allí abajo también. Entre los brazos de mi tío Eduardo (su hijo más pequeño), ya fuera del cementerio, lloré mi desesperación e impotencia con un hipo duradero e inconsolable. Allí, mientras al otro lado de la tapia, el cuerpo de mi abuelo era depositado en su tumba, fui consciente de que mi abuelo ya no volvería nunca más a llevarme de su mano. Y, por primera vez en la vida, supe lo que significaba ser verdaderamente huérfano. Aunque mis padres siguieran vivos.

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