NICOLÁS SALMERÓN, POLÍTICO DIGNO Y COHERENTE

Este hombre de gesto serio, atildada indumentaria y paso decidido, es uno de los políticos más desconocidos de nuestra historia política. Se llama Nicolás Salmerón Alonso, y en 1873 llegó a ser nada menos que presidente de la convulsa y efímera I República española. Esa primera experiencia republicana de nuestro país no llegó a durar un año siquiera, pero él la presidió por unos meses, tras Estanislao Figueras y Francisco Pi y Margall, y antecediendo en el cargo a Emilio Castelar, último titular de la misma, antes de ser destruida por la fuerza. Cuando imparto la asignatura de Historia de España en algún curso, siempre lo menciono como ejemplo de coherencia, dignidad y valentía, pues cabe en su haber el gesto de haber dimitido de su alta jerarquía política por negarse a firmar unas penas de muerte de unos militares colaboracionistas con el cantonalismo, al que sin embargo combatió intensamente. Sí, sé que suena inhabitual, pero el hecho es exacto: alguien dimite por no tener que firmar algo que va contra las ideas que siempre defendió, contrarias a la pena de muerte. Yo conocía este fragmento de su vida, el más famoso, el mismo que figura como epitafio en su panteón funerario. Pero no sabía que era almeriense, por eso me sorprendió contemplarlo en esta escultura a ras de suelo, en la calle, y sin pintadas que lo afearan, en la confluencia de los dos principales bulevares de Almería. Enseguida se lo comenté a quien conmigo va, quien se sintió fascinada con la historia, hasta el punto de querer dejar ella también constancia gráfica del monumento. Y sí, seguramente tendría muchos defectos, cometería muchos errores, sería un hombre normal, pero en ocasiones un gesto nos redime, nos justifica, nos trasciende. Las lecciones que el pasado nos traslada deberían servir para que comprendiéramos nuestro presente con el objeto de mejorar nuestro futuro. Lamentablemente, nuestros políticos actuales adolecen de muchísimas lagunas en su formación, y conocen poco la labor de quienes les anticiparon en la dura tarea de gobernarnos. Si acaso se dignaran a leer sus escritos, hojear sus discursos o admirar su ejemplo y su coherencia, a lo peor seguirían siendo igual de indecentes, pero al menos tendrían una justificación menos que argüir en la defensa de sus continuos despropósitos.

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