BIBLIÓMANO, NO BIBLIÓFILO

Desde pequeño, me enamoré de los libros, y establecí con ellos un idilio que, salvo alguna jugada del destino, habrá sido el más duradero de mi existencia. Sin embargo, nunca fui bibliófilo. Los libros me parecieron objetos preciosos, acariciables y aspirables, dignos de toda mi admiración y respeto, pero el olor a viejo sólo me sentaba bien cuando las estanterías o la habitación eran de otro, nunca las mías. He podido admirar la belleza de las ediciones antiguas, su artesanía de encuadernaciones, tejuelos y ex-libris. Pero jamás me sentí cómodo con un libro antiguo o simplemente viejo en las manos. Me parecía que hollaba territorio sagrado, más propio a la adoración que a su uso y disfrute. Y para mí los libros han sido siempre un instrumento, un medio, muy pocas veces un fin.

De igual modo, salvo algún pequeño período de mi adolescencia -muy pequeño, y más referido a la música que a la literatura-, nunca incurrí en la mitomanía. Desconozco los éxtasis que se pueden obtener de hacer largas colas para que un autor te firme un libro con un convencionalismo y una sonrisa de agradecimiento estándar. No tengo, por ese motivo, libros firmados en mi biblioteca. Con la excepción, claro es, de las obras de mis amigos, con quienes me unía un vínculo afectivo que dotaba esas palabras de significado real, las fijaba a un determinado contexto y generaba suficientes dosis de recuerdo o nostalgia, cuando se las volvía a leer.

Y, pese a todo, cuando en los rastros o almonedas veo un montón de libros cuyas encuadernaciones estimulan un tanto la vista, no dejo de acercarme a ellos, y dejarme impregnar unos instantes de su olor, de sus vidas acumuladas, las propias y las de los propietarios que les traspasaron algo de las suyas también. Mis manos recorren sus lomos y su piel acaricia por un momento la mía. Mas no compro nunca ninguno. Sí suelo, en cambio, fotografiarlos si entreveo alguna composición que merezca la pena. No incorporan dichas imágenes el delicioso olor de sus años, pero al menos la vista se consuela con algo de recuerdo de un momento hermoso.

De modo que no. Nunca fui bibliófilo. Todo lo más, llegué a ser bibliómano (o bibliófago, si se admite la metáfora). Eso sí, de dicha enfermedad o alienación me confieso voluntariamente portador, transmisor y contumaz.

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