EL EDITOR DE LIBROS Y EL ESCRITOR (CONFRONTACIÓN)

La película El editor de libros, de Michael Grandage (2016), es una obra digna, pero no es demasiado singular. Con tres actores magníficos, su ritmo es cansino, y su guión no destaca por nada especial. Sin embargo, trata una temática que me atrapa siempre, y posee dos o tres escenas de gran intensidad dramática. Por eso sólo, a mí ya me pareció provechoso el rato ante el televisor.

La historia que muestra recorre la especial relación, a partir de 1928, entre el gran escritor norteamericano Thomas Wolfe, y su editor, Maxwell Perkins, el hombre que confió en él, captó su talento y pulió su estilo, descomunal e incontinente, hasta ceñirlo a parámetros “humanos”. Se centra en la profunda amistad que fue surgiendo entre ambos, pero también en la lucha del editor por recortar los miles de páginas del escritor, que aun de lírica incuestionable y calidad reconocible, eran obras no editables tal como salían de la imparable pluma de Wolfe. También abordará el daño que se hace a quienes comparten vida con cada uno de ellos. Dos mujeres que verán alteradas sus vidas por la confluencia de los dos hombres, que priorizan su tarea hasta aparcar todo lo demás; aunque lo restrinja a una trama secundaria.

En un momento de la parte final, cuando el escritor se rebela ante la continuada intervención del editor, que a sus ojos cobra carácter de clara intromisión, Colin Firth, que interpreta maravillosamente a este último, hace una declaración inusual, por lo sincera. Confiesa que la pesadilla de cualquier editor es justo esa por la que están discutiendo: no saber si en realidad ese pulido o los recortes mejoran la obra literaria; no saber nunca si no sería mejor dejarla como está; porque no hay seguridad de nada, jamás se tiene la receta del éxito y sólo se puede probar de una manera, sin posibilidad de volver atrás para buscar otra opción.

Y, sí, ésa es la duda de siempre, sea la literatura, el cine, el arte; incluso un aula. ¿Quiénes son los editores, los productores, los galeristas, incluso los profesores, para ahormar la creatividad, para reconducirla a escalas humanas, mensurables? Los creadores son humanos, desde luego, pero la desmesura es uno de sus atributos habituales. Al que hay que añadir la soberbia propia de todo artista, que impide la autocrítica, aun cuando haya más necesidad de ella; por ello precisan siempre de alguien que aconseje, sugiera (y acaso imponga) un criterio menos solipsista. ¿Siempre? Yo no lo tengo nada claro. Por una parte, sí. Pero por otra, ¿nos imaginamos a un galerista diciéndole a Picasso que esa perspectiva múltiple resultaba poco agradable a la vista y que era mejor que la “reconsiderara”? ¿O rogándole un editor a Henry Miller que suprimiera tanto sexo de sus novelas? ¿O a Andrei Tarkovski que redujese el metraje de su inconmensurable pero lentísima Stalker? ¿O a un papa que le urgiera a Miguel Ángel para que agilizara el ritmo de sus trabajos en la Capilla Sixtina? Lo cierto es que sí, que nos lo podemos imaginar sin problemas, porque, de hecho, todos y cada uno de esos episodios tuvo lugar. Pero esos artistas, y ahí radica la diferencia, no admitieron cortapisa alguna ante sus respectivas locuras maravillosas.

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