Y ES POR ESO QUE ROMPIMOS (MICRORRELATO)

No sé si te lo podré explicar bien. No me acuerdo del todo. Sé que estaba en otro momento. Acababa de sacar mis oposiciones. Tú te habías ido a trabajar a otra ciudad cercana. Llevábamos ya dos años largos. Y nuestros contactos ya no eran lo que habían sido. Supongo que eso le sucede a todo el mundo. Además, creo que era algo que cualquiera lo hubiera podido observar, a poco que se fijara en nosotros. Cualquiera, menos tú, según contaste. Yo sí, yo lo supe con bastante antelación. Consta en mi diario. Si lo demoré tanto, fue porque todavía te quería mucho, y no quería hacerte daño. Ya sabes, lo típico. Sólo que era verdad. Te quería mucho, pero ya no te quería para estar conmigo. Sí, ésa sería la frase más certera. Y poco a poco fueron arreciando las discusiones por cualquier motivo. Por cuánto tiempo pasaba con mis amigos de la revista. Por cómo ibas vestida. Por mi curiosidad infinita, que parecía molestarte. Por el poco tiempo que pasábamos solos. Seguro que eso no te dio que pensar. Pero ahí estaba la solución al embrollo. Siempre he sido un polemista, y me he llegado a construir desde la defensa contra alguien. Pero en cuestiones sentimentales, la confrontación me agota en exceso. Y si se pasa más tiempo de bronca que pasándolo bien, está claro que algo falla. O todo. A mis ojos, yo fui creciendo mucho, en un sentido. A mis ojos, y desde el mismo sentido, tú te fuiste quedando, acomodando, resignando. La distancia se fue alargando, y cuando me quise dar cuenta, estabas muy lejos. Incluso en algún momento te consideré un lastre ante todo lo que me aguardaba. Un día me sorprendí preguntándome por qué iba a quedar esa tarde contigo, cuando lo que me apetecía de verdad era ver una película solo, aprovechando que mi familia estaba en el pueblo. La respuesta fue desoladora: “porque es sábado”. Comprender el problema me amargó toda la tarde. A la hora habitual, quedé contigo, desde luego, pero fui a disgusto, y sin ganas de hablar. Lo notaste, claro, y, harta como estabas, forzaste otra discusión. Ese día ya no repliqué. Sólo dije que me iba para casa. Y, sí, me fui. No te llamé en unos días. Tú tampoco. Debías estar dolida, o pensando que como el culpable era yo, tendría que dar el paso. Y, sí, lo di. Quedé contigo en tu portal, y allí mismo te conté lo que pensaba de nuestra situación. Lloramos mucho, porque había mucho sentimiento. Porque me querías, porque te quería. Pero ya no nos queríamos. No tanto por los modos, que también, sino por el “para qué”, que a mí siempre me pareció esencial. Me eché toda la culpa, lo cual en ese momento no me pareció recurrir al tópico, ni supuso fingimiento alguno: realmente así lo sentía. Yo era el culpable. Pero mi culpabilidad me parecía gozosa. Yo avanzaba, tú te estancabas. No circulábamos a la misma velocidad. Yo te sacaba de tus casillas en mis pretensiones. Tú cada vez me parecías más una rémora que me impedía surcar otros océanos. Sin embargo, no te dije toda la verdad. Me seguí echando la culpa todo el rato, incluso exagerándola. Y después de un buen rato, para mi sorpresa, aquel mantra acabó por funcionar. Pareció que te tranquilizara mi explicación (o que te hartaste de aquella situación, que ya no controlabas). No te dije toda la verdad, insisto, pero porque pensé -acaso de un modo infantil- que la verdad te hubiera parecido intolerable, injusta, imprecisa y egoísta. Acepto todos los calificativos, excepto el de imprecisa. Yo disponía de un combustible para un mayor recorrido, y necesitaba recorrerlo. De hecho, mi vida real arrancó con aquella ruptura. Y es verdad que la importancia de tu figura jamás desapareció. Pero soltar amarras contigo fue de las decisiones mejor tomadas que puedo recordar. Y es por todo eso que rompimos. Bueno, que rompí.

Del libro inédito Micrólogos

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