SÍ, QUIERO (MICRORRELATO)

Cuando entró en la iglesia, tras bajar del rolls, comprendió de inmediato lo que sus suegros entendían como una ceremonia inolvidable, “de la que hablarían los invitados por el resto de sus días”. Aquel lujo, la expectación creada en los medios, aquel mimo en los detalles hizo que las piernas le temblaran de repente. Luego se repuso, porque, del brazo de su padre, la comitiva se acercaba al altar, donde ya esperaba quien sería su marido para siempre. Pero mientras se acercaba al crucero de la catedral, otro hombre ocupaba su pensamiento, aunque nadie pudo intuirlo, pues su sonrisa permanente y sus leves inclinaciones de cabeza hacia los invitados indicaban que todo proseguía según lo previsto. Con todo, su cabeza memoraba aquel cuerpo vigoroso e incansable que en su minúsculo apartamento, después de colmar su interior como nadie lo había hecho, abrasaba sus emociones con unas caricias y unos besos de amor como jamás su novio se había acercado siquiera a imaginar. Había sido una constante desde hacía apenas dos meses. Constante desde el principio, constante en sus acometidas físicas, creciente en sus manifestaciones delicadas. Tanto había colapsado aquel hombre sus circuitos mentales, que incluso en la despedida de soltera pretextó un malestar indefinido para irse pronto a casa, para irse a los brazos de su amante, que le regaló una noche memorable, hasta el punto de que sentía agujetas bajo el carísimo vestido de importación que la cubría el día de su boda. Su rostro y sus gestos cumplían su papel. También sus manos, que entrelazaron con suavidad las de su futuro esposo, cuando llegó junto a él. Pero su mente estaba con el hombre de sus sueños, al que había conocido demasiado tarde, cuando todo estaba ya programado para los más espléndidos esponsales que la pequeña ciudad contemplara en años. Su mente volvía de nuevo a él, y sus recuerdos bailaban de sus manos a su lengua, de sus brazos a sus caderas, de sus ojos a su sexo pleno, fundiendo energías, sudores, salivas. Aun así, una parte mínima de su cerebro atendía al desarrollo de la homilía, pero no podía evitar que su zozobra interior aumentara, a medida que se aproximaba el momento culminante del enlace. Por eso, cuando el sacerdote le formuló primero a ella la pregunta decisiva, tuvo unos instantes, brevísimos, de duda íntima. Fueron apenas un soplo, casi imperceptible, que el oropel circundante ayudó a disolver con tanta rotundidad como sus perspectivas de futuro junto al rico heredero. Por eso, cuando respondió con la afirmación requerida, supo que hacía lo razonable, lo esperado, lo correcto. Y se dispuso a afrontar una vida átona como la de tantas, y a alimentarse de los mejores recuerdos que compensarían en parte la infelicidad cotidiana que, ahora sí, tendría un reconocimiento oficial, documentado y acreditado por dos testigos.

Del libro inédito Micrólogos

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