UAUUUUUUU

La chiquilla no había dejado de berrear en toda la tarde. Sus padres lo habían intentado de todos modos, con regalos, con chucherías, con promesas, con amenazas, con algún azote (reprimido severamente por las miradas de algunos mirones cercanos). Nada. La cría no callaba, porque ¡quería volar!, y nadie le hacía suficiente caso. Por fortuna, se me ocurrió la solución. La familia me tenía ley, y me hice cargo de la situación, porque todos estábamos a punto de estrangular a la preciosa criatura, a quien se le habían ido consintiendo demasiadas cosas en sus escasos años de vida. Le ofrecí volar de un modo que no se podía imaginar. La mocosa se sorbió los mocos de la llantina, me miró curiosa, y debió pensar que por fin alguien la tenía en cuenta. Al final, accedió a mi propuesta. Ya en el columpio, le dije que yo la empujaría hasta cierto nivel y que, cuando le indicara, se soltara: comprobaría entonces la maravilla de volar que tanto había ansiado. Muy contenta, mientras ascendía, su humor iba mejorando poco a poco, y su cara se iluminó en el punto álgido de una de las subidas. Un grito de júbilo precedió a mi orden, y ésta, a un grito de horror. Cuando la recogí desde lo alto, poco antes de que se estrellara contra la hierba, su cara estaba contraída de pavor y palidez. Al final me contó que lo de volar no molaba nada. Esa tarde, ya más tranquila, no volvió a pedirlo. Nunca más lo hizo.

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