Cuando uno viaja, abundan las sorpresas. La que refiero hoy tuvo lugar en una localidad donde esperaba contemplar uno de los más impresionantes conjuntos románicos de Francia: la catedral de San Lázaro, en Autun. Pero al estar en obras, me hube de conformar con algunas migajas museísticas (nada desdeñables, pero que no compensaban del todo la ilusión del desplazamiento hasta allí). Pero, al callejear por un rincón peatonal, me encontré al chiquillo de la foto.
He de advertir un par de cosas que no se ven en la imagen. El lugar era peatonal, pero en modo alguno la zona más céntrica de Autun por lo que pasábamos pocos turistas por allí. Además, era la hora de comer para los franceses. Lo que quiero decir es que el chico tenía poco público potencial. Y lo que sonaba, era algo contemporáneo, del siglo XX, cuya sonoridad melódica era poco… repetible, (silbable, en mi caso)
Lo que se ve, también da una nota que complementa lo anterior. El chico es un preadolescente que tendrá 12 ó 13 años. Además, toca un instrumento que es cualquier cosa menos popular: el fagote, cuyo sonido es… poco dulce, por decirlo de un modo eufemístico. Si además lo escuchamos individualmente, destaca más su sonoridad… particular. Es un instrumento de acompañamiento, sobre todo, aunque tras documentarme comprobé que también tiene obras escritas para dicho instrumento como solista, desde el barroco a nuestros días. El fagote mide casi lo que él mismo. Al menos cuenta con un arnés que le ayuda a sujetarlo durante un buen rato sin agotarse. Al pie, un poco apartado, un cartel, manuscrito por él casi con seguridad, advierte: “Toco sólo por el placer de tocar”.
Cuando pasé a su lado, me detuve, conmocionado -tal vez exagere un poco- por la confluencia de circunstancias negativas que mostraba aquella situación. Escuché un poco con atención. Confieso que no me gustó especialmente lo que estaba tocando, pero sí sé que lo hacía con precisión y sin disonancias ¡a su edad! Le sonreí y le hice un gesto con los labios que denotaba admiración por lo que hacía. Siguió tocando sin parar, pero ahora lo hacía sin dejar de mirarme a mí. Animado por su actitud, le señalé mi cámara y le pregunté si podía tirarle un par de fotos. Asintió con la cabeza, sin dejar de sacarle sonidos graves a aquel tubo enorme. La mejor que logré obtener es la que ahora contemplamos. Es, además, fiel, pues el chico se movía poco, y lograba una verticalidad sólo rota por la oblicuidad oscura del instrumento sobre el que aplicaba sus ágiles dedos.
Aguanté unos instantes más frente a él, intentando asimilar toda aquella lección pasional de coraje, personalidad y convencimiento. Luego, cogí un billete de cinco euros y lo deposité junto a su mochila, ya que no tenía platillo donde recoger monedas. Le dije en mi dubitativo francés: «Enhorabuena. Tus padres estarán orgullosos de ti. Tal vez deberías dedicarte a la música. Pero jamás a la publicidad: eres demasiado sincero». No respondió, aunque no me pareció mal. Debía ser muy tímido, aunque me había sostenido la mirada casi todo el rato; además, se notaba que yo era extranjero. Pero cuando me iba a ir, bajó un poco la cabeza, como saludando. Yo lo tomé como una señal de reconocimiento agradecido, e hice lo propio. Volveré a Autun a ver cuanto no pude. Pero esta ciudad ya tiene asociado a alguien en mi recuerdo que posiblemente se borre más tarde que la pureza románica que se me escamoteó en la primera vez.