LA COHERENCIA

Hace años, cuando alguien me preguntaba por los rasgos que debía poseer alguien para que me gustara, respondía invariablemente que además de la inteligencia y el sentido del humor la clave estaba en la coherencia. Es decir, la concordancia entre el modo en que se piensa, se siente y se actúa. Es lo que viene a recordar el texto portugués de esta pintada hallada en uno de mis paseos por Oporto. Por aquellos tiempos, la coherencia para mí era lo más (o casi). Yo, en aquella, era más idealista, más radical y dado a los extremos. También, menos conocedor de las esencias del ser humano. Y más joven, por supuesto.

En etapas siguientes, he ido comprobando que, si se busca precisamente la coherencia, mal se puede exigir aquello que uno mismo cumple menos de lo que desearía. Porque la realidad es que lo que se observa de continuo es una sucesión de incoherencias de grado variable, pero excesivas como para ser consideradas excepciones. Uno puede desear extremos de pureza (es legítimo y hasta deseable), pero si su consecución implica coordinar una enorme cantidad de fuerzas disparejas y en constante enfrentamiento, las victorias no pasan de ser pírricas ilusiones demasiados espaciadas en el tiempo. Yo deseaba dicha pureza, pero la realidad de la vida me mostraba a diario otras piezas inesperadas del puzzle que motivaban la constante revisión de mis expectativas. Entonces, los requerimientos para conseguir mi subjetiva aprobación fueron rebajándose, desde la exigencia de la “coherencia” plena hasta observar la “menor incoherencia” posible. El matiz no es baladí ni truculento. Daba por supuesto de ese modo que la naturaleza humana es por lo común incoherente, sometida a demasiados vaivenes y empujes contrapuestos. Y así trataba de hacer más realista mis exigencias, de idéntica forma a como en mi profesión he ido ajustando con los años mis pretensiones didácticas a las circunstancias socio-académicas de cada momento.

El objetivo es pues, sustraerse a la incoherencia que nos asalta de continuo, a diario y en cualquier esquina de nuestra vida corriente. Me atrae más quien menos desajustes obtenga entre lo que piensa, lo que siente y las maneras en que finalmente obra; aunque no me guste la ética de sus actos. En buena lógica, me interesan menos aquellos en quienes pensamiento, sentimientos y actuaciones operan por libre en cada momento, y dejan muestras de su aleatoriedad sin aunar criterios que uniformen la trayectoria personal; aquellos que más que llevar a cabo rectos trayectos, dichas personas se dejan llevar por quebradas y cambiantes sendas, siguiendo los dictados alternos de pulsiones que no controlan o que, al menos, no ponen a remar al unísono en la misma dirección.

Por descontado debe quedar claro que no sé qué es lo correcto. Sólo alcanzo a saber -intuir, si se quiere- qué me parece lo correcto. Pero esto que digo es una muestra coherente de uno más de mis prejuicios, los cuales ayudan, eso sí, a que mi grado de incoherencia sea el mínimo posible para que yo mismo no abomine de mí, como he ido alejándome de tantos que me fueron cercanos y, poco a poco, me fueron pareciendo demasiado alejados de cuanto me parece grato

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