NO ME CREO A ESTE CID

Las novelas históricas, las películas históricas, de más está decirlo, NO son Historia. No deben, pues, sujetarse al rigor que se demanda a los científicos encargados de investigarla, estudiarla, interpretarla y divulgarla, es decir, los historiadores. Las novelas y las películas que toman un período histórico como marco, o incluso como un protagonista más de sus relatos, deben, eso sí, buscar respetuosamente no alterar en exceso la ambientación, los detalles, para que la suspensión voluntaria de la incredulidad que todo lector o espectador debe mantener, no se altere ni se degrade. Con todo, el objetivo de una novela, serie o película NO es -insisto- hacer Historia, sino deleitar, entretener, e incluso también -¿por qué no?-informar. Pero las diversas finalidades siempre están subordinadas al espectáculo.

Por eso, las críticas que pueda recibir la 1ª temporada de la serie El Cid sobre aspectos históricos no debieran hacerles rasguño de ningún tipo. Yo la he visto, y me han rechinado pocas cosas. En ese aspecto, no ha habido mala labor de documentación. Ahora bien, en la elección del protagonista, ha habido un error de tal calibre que destroza toda la labor y el empeño puestos en resucitar de nuevo al héroe castellano.

Cuando uno ve Gladiator (Ridley Scott, 2000), Braveheart (Mel Gibson, 1995), o incluso la más antigua El Cid (Anthony Mann, 1961), y sabe algo de Historia, capta gazapos de continuo. Pero, señores, ¡qué espectáculos! Si desmenuzamos cualquiera de ellas a la caza de errores históricos e inapropiadas asociaciones, salen para hacer libros enteros de ellos (de hecho, los hay). Pero, señores, Vds. hagan la prueba, e intenten empezar a ver cualquiera de ellas, y aunque ya la hayan visto antes, y se la sepan de memoria, ¡a ver si resisten el embrujo de volvérsela a empujar! Y eso, aun sabiendo que Cómodo no asesinó a su padre Marco Aurelio, que las faldas (kilts) de los guerreros escoceses no aparecen hasta cinco siglos después, y que Rodrigo Díaz de Vivar no mostraría la altura impresionante de Charlton Heston.

El principal problema de El Cid, la serie española reciente, es que su protagonista, el actor de moda Javier Lorente, da bien como atracador, como quinqui, como outsider, como hermano vividor del protagonista bueno, pero de ningún modo como la figura del mercenario castellano. Ya verlo desde el principio, da una idea de lo que vendrá, porque no encaja. Ni en la idea que el imaginario colectivo tiene de este personaje, ni en la que pretende mostrar en la serie, donde sólo se narran sus comienzos difusos, enmarcados en un momento te tensiones cortesanas. Yo veo a este actor, y sólo veo voluntad de hacerlo bien, eso hay que concederle. Pero no me lo creo ni un solo instante. Por eso, quien lo propuso dentro del casting como protagonista absoluto, debería ser cargado de grilletes y condenado a mazmorra paniaguada por dos años mínimos (y a la salida, exigirle un máster de otros dos en un país nórdico sobre este particular).

La elección sobre quién interpreta determinado papel histórico es clave en cualquier proyecto de ambientación histórica. ¿Alguien imagina otros rostros que los de Sean Connery (fray Guillermo de Baskerville), Concha Velasco (Teresa de Jesús), Russell Crow (Jack Aubrey) o Michelle Jenner y Rodolfo Sancho (Isabel y Fernando), Viggo Mortensen (Alatriste), o Liz Taylor (Cleopatra) entre tantos ejemplos, para sus respectivos personajes? Yo, no. Aquí, en cambio, la decisión ha sido tan calamitosa como haber escogido a Colin Farrell para hacer de Alejandro Magno. Para este Cid me habría imaginado a otro (tendría que pensarlo), pero jamás a Javier Lorente.

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