LA PERRA ESTÁ HARTA

Que la chica adora a su perra, parece claro. Resulta evidente que le encanta su cuerpo delgado y fibroso, sus orejas puntiagudas y alertas, la expresión natural que mantiene siempre (pues los animales no fingen nunca), el hocico alargado, la armonía de su cabeza, el color leonado de su pelo. Le gusta tanto, que le ha hecho cientos de fotos: con el móvil, también con esa cámara compacta. Y, a tenor de lo que se observa en el visor trasero de la máquina, no encuadra mal, tiene gusto y probablemente tablas para ejecutar con pericia el retrato.

Pero la perra está harta. No lo muestra con violencia, ni se muestra impertinente (pues las mascotas bien educadas no reprochan a sus dueños sus muchos desajustes o sus contradicciones). Pero está cansada de que se detenga cada poco, y le tire fotos de todas las maneras posibles, en cualquier circunstancia, postura o situación. Ella querría correr un buen rato por el parque, sentirse suelta al menos unos minutos en los que su cuerpo no le pareciera estar sujeto a una correa, y albergar la ilusión de una libertad siquiera puntual. De ahí su hartazgo, aunque aguanta con estoicismo la pasión de su dueña. Eso sí, no la mira, ni le hace caso. Y hasta le hace un feo inconsciente, mostrando más interés por aquella cámara más grande y más larga que le observa desde lejos, y, como nota diferente del día, dicha cámara es la que capta su expresión curiosa, expectante y diferenciada, la única que valdrá algo la pena de cuantas le hagan esa jornada. Desde aquí, el dueño de esa cámara, le agradece el gesto.

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