LA PALABRA VENCE AL MÁRMOL

La escena se sitúa en el Louvre. Es mi primer año de docente, el curso 1990-91, y estamos en la capital francesa, adonde fui con un autocar de alumnos y tres madres del AMPA, en un periplo (París-Bruselas-Amsterdam) que sólo se acepta cuando se es muy joven, ingenuo, idealista; e inexperto. Pero eso lo dejaremos para otra ocasión. Ahora, centrémonos en la imagen.

La señora que aparece a la izquierda no es una cuidadora del museo: es una visitante, como lo éramos nosotros. Pero, acaso agotada por la inhumana abundancia de obras con que deleitarse, ha decidido tomar un asiento que sí pertenece a uno de los cuidadores de esta sala de escultura. Está relajada, y lee una carta. Al lado, una escultura neoclásica de mármol de François Rude, Pescador napolitano jugando con una tortuga, del primer tercio del XIX. Pero la mujer no parece tener demasiado interés en la obra de arte. Por el contrario, es lo que pone esa carta lo que la ha conducido a sentarse, abrir el sobre y leerla. Acaso no es la primera vez que lo hace. Igual la recibió hace unas horas, o incluso unos días, y no acaba de creerse lo que le han escrito, o tal vez son nuevas tan maravillosas que releerlas le proporciona el mismo placer que experimentó al recibirla. Pero igual la recogió según salió de casa, y no le había dado tiempo a leerla aún. Su rostro no permite saber si hay dolor, alegría, curiosidad, indiferencia; tampoco su apariencia nos habla de su nacionalidad: podría ser una turista, pero también una parisina, pues cuando se realizó esta toma los franceses podían entrar gratuitamente -cuantas veces quisiesen- en ese templo sagrado del Arte que es el Museo del Louvre.

Sus ojos pasan por sobre las líneas, y su universo se contrae, aislándola de todo cuanto la rodea. La comunicación escrita se erige como único contacto con el exterior. El arte se disuelve. Desaparece. Las palabras vencen. De nuevo.

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