HOMENAJE AL MAESTRO

Aunque no deja de ser una modesta ciudad interior de provincias, Palencia resulta singular por varios motivos. Uno de ellos —y no el menor— es que se trata de una ciudad con muchísimas esculturas que poder admirar en la calle o en los parques. Otro, que es la única ciudad que conozco que ha erigido un grupo escultórico a una figura capital de la civilización de todos los tiempos: el maestro.

Yo siempre he distinguido entre profesores de primaria y maestros, aunque la denominación oficial habla de “cuerpo de Maestros”. Pero, para lo que viene al caso, se refiere a ese profesor que nos recoge en los albores de nuestra existencia y comienza a desvelarnos los secretos de la existencia. Para ello, usa de la palabra, de los gestos, de la ternura, de la seriedad, del ejemplo. Con ellos, instruye, moldea, educa, re-crea y crea. Y también, si de maestría se habla, abre ventanas, señala caminos, sugiere horizontes.

Hoy viven malos tiempos. Todos los profesores los vivimos. Ya están explicados los porqués. Demasiado se ha dicho y escrito en los últimos e infaustos años. No conviene desgañitarse más con quien no sabrá ni querrá escucharnos. En esta época en la que uno de los pilares de cualquier sociedad resulta vejada, despreciada y relegada, conviene acaso hablar menos y sentir más, pues ciertos sentimientos son a veces poderosos motores de despegue y de tránsito.

El que arriba se muestra es uno de ellos, y fue erigido en 2003, hace ahora 10 años. Se trata de dos figuras en bronce, colocadas una enfrente de la otra, sobre un basamento de granito blanco. Una niña de unos diez años, con coletas, sentada en el suelo, con las piernas cruzadas al modo indio y las manos apoyadas en la barbilla, escucha arrobada lo que un maestro de unos cuarenta lee en un libro sentado en un prisma cuadrangular. La escena no puede ser más conmovedora en su simplicidad. Los dos únicos protagonistas del proceso de la enseñanza (también de la educación, inevitablemente): el que sabe —que transmite con entusiasmo —y el que no sabe —que apura con unción lo que recibe —, ambos unidos en un espacio singular y por un vínculo de poder incalculable. El maestro, la niña, el aula, la palabra. La fascinación que alguien puede ejercer con su voz a quien tiene todo por delante.

El autor de la obra, Rafael Cordero, supo encontrar los menores elementos posibles con que narrar ese milagro: que alguien hable o lea, y alguien escuche y se beba ese discurso. Seguro que en su infancia tuvo la suerte de contar con alguien así para alimentar su mente cuando más hambre mostraba. Se encuentra en la Plaza de la Inmaculada, frente a la catedral de Palencia.

Deja un comentario