HITOS DE MI ESCALERA (51)

Lo que sucedió durante el primer curso de mi destino definitivo en el IES de Valliniello daría para toda una serie de similares dimensiones a la de los Hitos. Pero aquí sólo pueden figurar precisamente ellos, sólo ellos: aquellos hechos, sucesos, situaciones, etc. que han sido capitales en mi devenir.  Por eso, no podremos hablar de todo, que además sería aburridísimo. El siguiente hito clave no tuvo que ver con mi difícil acomodo a las clases con un alumnado de baja extracción social y alta conflictividad disciplinaria, consentido por una directiva incompetente, corporativista y corrupta. Tampoco, con mis alegrías por disponer ya de una habitación donde instalé mi propio laboratorio fotográfico, con todo ya en su sitio permanentemente, sin tener que quitar y poner cubetas o artilugios. Ni siquiera con las novedades de mi vida solo (sociales, sentimentales, logísticas…).Y menos aún, con la intensidad con que llegó la informática a mi vida, que me permitía poner en limpio todo cuanto había escrito hasta entonces. Este hito trata de un elemento ausente en mis intereses hasta entonces, pero que resultaría clave desde ese momento. Me refiero a tener un coche.

Por coche todos entendíamos que implicaba una serie de pasos, ninguno de los cuales yo poseía. Empezando por las ganas de tenerlo, que jamás habían arribado a mi mentalidad, del mismo modo que nunca había sentido la pulsión biológica -ni cultural, ni voluntarista- de ser padre. De lo que se deduce que a punto de cumplir 30 yo no tenía ni carné ni previsiones a corto plazo de sacarlo. Pero mi mentalidad hubo de cambiar, porque mis necesidades cambiaron.

Valliniello queda cerca de mi casa, pero no es lugar a donde ir andando, no sólo por la cuesta final, sino porque entonces no había ni acera ni senda peatonal. Y eran dos km y medio. De modo que yo a mi instituto subía y bajaba en los coches de varios compañeros, que ya escalonaba yo con habilidad, para no abusar de las generosidades que se me brindaron, y también para no depender excesivamente de nadie. Sin embargo, una serie de inconvenientes a finales de ese curso (una baja de un compañero, un enfado por cierto retraso, y cierto comentario desafortunado de cierta compañera), añadidos a mi tradicional individualismo, me determinaron a decirme por fin a disponer de mi propio vehículo. Para lo cual debía sacar el carné de conducir. Era el paso previo y necesario. Porque ni eso tenía.

De modo que allá por mayo del 93, con mis 30 recién cumplidos, me matriculé como procedía, y así retomé una tarea que llevaba mucho tiempo sin realizar: la de leer algo con la intención de retenerlo. Lo que viene siendo estudiar, vamos. Pero con una materia que no sólo no me gustaba, sino que me repelía. Con todo, asistí regularmente a las clases de Charo, la directora-profesora de mi autoescuela. (Esta señora -tendría unos 50- era todo un personaje, con una presencia que imponía y una capacidad didáctica más que notable. He de confesar que algunas de sus prácticas didácticas más efectistas las incorporé a mi peculio particular, por mucho que fueran lo más opuesto a lo que propugnaba la LOGSE, que a mí siempre me chupó un pie). De modo que volví a ser el buen alumno que fui; con la diferencia de que yo era ya muy mayor, y no estaba yo enchufado para aprender nada de forma reglada. Pero mis planes estaban muy claros. Necesitaba un coche. Para comprarme uno y poderlo usar, precisaba el carné. De modo que había que joderse y tragar. Son las normas, y ye lo que hay, que dicen por estos pagos.

Una vez matriculado, yo pensaba que el ejercicio teórico, dada mi trayectora de alumno avezado, lo sacaría con el codo izquierdo y sin despeinarme; y que el práctico, “cuando Dios o la Virgen tuvieren a bien”. De modo que día a día fui empapándome de toda la martingala del código, y cuando creí que ya me lo sabía y que el número de los errores que mis test arrojaban había descendido mucho, decidí que ya me podía presentar. Resultado: dos fallos en las preguntas rojas. Y suspendí, claro. Yo no me lo podía creer. Cuando se lo conté a mi hermano, avezado y precoz conductor mucho antes de tener carné, allá por su adolescencia tumultuosa, se descojonó por todos los costados y debió estar de chufla varios días comentándolo por doquier, lo cual cualquier juez absolvería. A mayores, conviene aclarar que dicho hermano, el único que tengo, por más señas, había sacado el teórico, contra pronóstico, ¡a la primera! Con lo cual, no pude contrarrestar nada para menguar sus chanzas.

Herido en mi amor propio, quince días después, en la siguiente convocatoria, lo superé ya definitivamente. Quedaba todavía lo peor, la parte práctica. La más costosa, además, porque cada clase de más suponía un gasto suplementario. Pero como yo accedía al interior del vehículo de prácticas virgen y mártir, pues deberían ser las que se necesitaran. Ya anticipo desde este punto que serían 21, que no son excesivas, pero que tampoco son pocas. A finales de mayo comencé la primera.

Para mí todo era nuevo, y cada orden nueva era como si Charo me hablara en tagalo. Me acuerdo de dos momentos mitológicos en aquel proceso. La primera clase, cuando me siento en el asiento del conductor, con la profesora al lado, y ella me explica todo desde lo que es el volante y el acelerador -hasta ahí llegaba-. Una vez que le dije que ya sabía dónde estaba cada elemento, procedió a decirme cómo se arrancaba, se metía la primera marcha, y se salía de donde se estuviera, y se iba uno por ahí a donde deseara. El asunto es que cuando me explicó cómo se metía una marcha (desembrague, introducción de la marcha hacia arriba a la izquierda, aceleración suave al tiempo que se va levantando el embrague, mientras se da la intermitente, se mira los retrovisores y, si todo está correcto, se arranca) yo, agobiado en extremo, le solté: «Pero, Charo, ¿cómo voy a hacer todo eso a la vez? No me voy a acordar del orden de cada una de las cosas, y voy a tardar muchísimo». Ella, muy profesional, se sonrió y me dijo que no me preocupara, que era normal pensar eso, y que vería cómo enseguida lo hacía todo de forma automática, sin pensar en cada paso por separado. Y, bueno, le hice caso, pero fueron necesarias 7 caladas de motor para salir por primera vez de donde el coche se hallaba estacionado, que por fortuna era un buen sitio, sin posibilidades de agobio para otros vehículos y para mí. Pero fueron 7, conste. Aquella primera clase de 50 m. aprovecharía 10 ó 12 de marcha real. Eso, siendo generoso en el cálculo.

El segundo momento clave en este proceso dice mucho de mi personalidad. Y de la de Charo, también. Admitamos que yo era un mal alumno, porque no tenía pericia ninguna para aquella tarea. Mi fuerte siempre estuvo en el cerebro, no en los aspectos manuales. No lo digo con jactancia, antes al contrario. Siempre admiré la habilidad de personas como mi hermano, que eran capaces de muchas cosas en la vida cotidiana que a mí me fueron siempre vetadas. Y yo con Charo fui un mal alumno. Hay que ser honesto. Estaba muy nervioso, y mi sempiterna seguridad en tantas cosas, quedaba diluida como por ensalmo en cuanto me cruzaba el cinturón de seguridad. Tenía voluntad de aprender, pero mis inconvenientes eran grandes. Y ya con anterioridad, la profesora me había anticipado que los profesores solíamos ser malos alumnos. En mi caso acertó de pleno. Pero Charo levantaba la voz a menudo y solía afearme mis faltas de atención o mis errores más repetidos. Un día, tras un frenazo que hube de dar cuando cruzaba un peatón, me soltó: «Pero ¿estás tonto? ¿No ves que es un paso cebra?». Fue la gota que colmó el vaso.

Acto seguido, y rojo como un tomate, estacioné un poco más adelante. «¿Qué haces? ¿Te mandé estacionar, acaso?», me recriminó. Y allí mismo, sin responder a su pregunta le vine a decir que yo entendía que ella era la profesora y yo el alumno, que estaba acostumbrada a que la mayoría de los alumnos eran chavales de 18-20 años, pero que a mí no me insultaba ni ella ni nadie, y menos gritando, y menos pagándole lo que le estaba pagando. Y se lo dije sin titubear, enfrentándole la mirada, y con una mala hostia en el tono que dejaba bien claro lo que pensaba. Y ella, como era una mujer muy inteligente, entendió perfectamente la situación y, sin responder, dijo: «Ven, sal. Vamos a tomar un café y charlamos un rato». Obedecí, tranquilo, y en aquel rato ella disculpó su comportamiento, yo me disculpé por el tono, todos hicimos propósito de enmienda, y quedamos tan amigos. Eso sí, los cafés los pagué yo. Y la clase que no di, también.

En fin, burla burlando, las clases fueron transcurriendo, y mal que bien fui acostumbrándome a ir acojonadillo, a ser en extremo prudente, a mirar a todos lados, a simultanear las tareas y a reducir el número de cagadas por clase. Así que en un momento dado Charo dijo que había que examinarse ya. Yo le dije que aún estaba muy verde, que no sabía conducir del todo, y que había quedar algunas clases más. Si hubiera sido alguien “pesetero”, me habría dado la razón. Pero en lugar de eso me dijo que había que dar el paso y probar. Que si me lo decía es porque creía que con un poco de buena suerte lo podía sacar. «Sí, le dije, pero si lo saco y no sé conducir, ¿de qué me vale?». Y ella, mirándome con ironía, me respondió: «Pero a estas alturas tú crees que en las autoescuelas se enseña a conducir? Se enseña a aprobar un examen, y luego, una vez superado, ya aprendes a conducir tú con la práctica. ¿Qué te creías?» Y, claro, no pude contraargumentar nada, con lo que quedamos que me examinaría ya.

De aquélla eran los viernes. Y un viernes fue. De los tres examinandos que íbamos en el coche, yo fui el último. Y para resumir, lo hice muy flojo, muy nervioso y con dos fallos que yo entendí que eran causa de suspenso, pero como fueron muy al final de la prueba, pensé que no me mandó bajar antes, porque íbamos a regresar a la base igualmente. Pero me bajé con la conciencia de estar suspenso fijo, vamos. Sin embargo, cuando dos días después me acerqué para renovar papeles y convocatoria, le dije a la secretaria que interrumpía mis clases. Y antes de que le dijera que el motivo era que me iba a León unos días a descansar, me dijo que ya lo sabía. «¿Y cómo lo sabes?», «Pues porque aprobaste». Juro que no lo daba creído. Me tuvo que enseñar el acta del examinador. Para que luego vayamos diciendo.

Cuando se lo conté a mi hermano, alucinó, porque él, consumado conductor casi desde el útero materno, sacó el teórico a la primera (siendo mal estudiante) y el práctico ¡a la segunda! (por sus vicios posturales previos y otras inconveniencias). De modo que compensamos las cagadas y quedamos en empate técnico, aunque impensado a priori. Y, con 30 años, ya tenía carné de conducir, modalidad B. Ahora sólo quedaba comprarse un coche, y practicar, practicar, practicar. Y todo, en el verano del 93, para que al inicio del nuevo curso yo ya pudiera ser independiente a tiempo completo e iniciara una nueva era de movilidad ampliada y viajes muy gustosos.

Puedes ver el resto de los Hitos de mi escalera, aquí

7 Comentarios

  • Emma
    Posted 26 de septiembre de 2022 08:52 1Likes

    ¡Ay, el carné de conducir!
    Y yo que creía que había sido muy tardía, por sacarlo a los 24… También suspendí el teórico, en primera instancia, y aprobé el práctico a la primera. Tenía razón Charo, respecto a docencia y conducción. Primero, porque pensamos que qué tontería, un examen test; segundo porque, quién nos va a toser, siendo como somos excelentes profesionales en lo nuestro. Dos lecciones vitales de hondo calado, a fe mía.
    Nunca me podré olvidar de cómo terminó tu primer coche. 🎵”Por la raja de tu falda…”🎵 Si me diera por escribir hitos, que no, ese episodio estaría entre ellos. Por la raja de mi falda. Que si eso, ya, comentamos en privado.
    (continúa)

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 27 de septiembre de 2022 17:22 1Likes

      Sí, sí, muy tardío. Si tardo más, no nazco. Me pareció curiosa también la coincidencia entre tus aprobados y suspensos con los míos: no tenemos remedio. Y también recordamos cómo acabó aquel Citröen BX rojo. Claro que sí. Grúa mediante. Y es que las faldas, ye lo que tien… sobre todo, si son inhabituales. (Jajajajajjja)
      Pero, oye, lo de unos “hitos a la Emmina” serían cosa de ver. Yo, de seguro, sería suscriptor premium. Y aunque varios ya “me los sabría”, como te pasa a ti con los míos, seguro que iban a aparecer sorpresas jugosonas.

      • Emma
        Posted 28 de septiembre de 2022 08:10 1Likes

        No tengo tanta paciencia ni tanto oficio como tú, para ponerme a los hitos. Aunque he de confesarte que, desde que leo los tuyos, se me vienen a la cabeza algunos de los míos.

  • Emma
    Posted 26 de septiembre de 2022 08:53 1Likes

    (No me ha dejado poner todo el texto en una sola ventana…)
    Siempre admiré al profesorado de las autoescuelas. Yo, que aguanté carros y carretas en las aulas, no aguantaría 50 minutos intentando enseñar a conducir a alguien. No obstante, hiciese muy bien en pararle los pies. Con lo que no estoy de cuerdo es con que también pagaste la clase que no diste. La valiosa lección que os disteis, mutuamente, aquel día debería figurar en los manuales de pedagogía.

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 27 de septiembre de 2022 17:24 0Likes

      No te creas que no lo pensé en su momento, pero también entendí que era el precio que hube de pagar por dejar las cosas en su sitio. Sí, ella aprendería algo también (supongo; al menos, con respecto a mí), pero ella tenía un negocio, vidi…

  • Sasy
    Posted 26 de septiembre de 2022 18:59 1Likes

    Y si no me falla mucho la memoria apareciste con un coche rojo, un Citroën puede ser?
    Por cierto, lo de “alumnado de baja extracción social” no me doy por aludida, aunque sí un poquito lo de no ser muy disciplinada jjjj

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 27 de septiembre de 2022 17:15 2Likes

      Pues sí, un Citröen BX, rojo, buena memoria, a fe. Como también comenta mi amiga Emmina en otro comentario posterior al tuyo, ese coche acabó malamente, por la raja de cierta falda, sí (jjjjj).
      Cuanto a lo de baja extracción social, no debieras, no, darte por aludida, porque a Valliniello también fueron alumnos con “posibles”, pero la media es la que acababa cantando más. Tú, pese a no ser disciplinada, no te perdías ripio en mis clases. Y por eso ahora, aún, seguimos en contacto. Un beso, linda

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