HITOS DE MI ESCALERA (42) -y III-

Todo lo referido en las dos anteriores entregas sucedió en poco más de una semana. Elegir qué ejercicio leería y cuál dejaría pasar, fue lo siguiente. Creo que quedó claro que el primero, regulín, que el segundO había sido un fracaso absoluto, y que el tercero al menos se podría exponer sin caer en el ridículo. De modo que elegí leer sólo el ejercicio de Madrid. No había nada que perder, y cuando llegó la fecha allí me planté de nuevo, tren nocturno mediante.

El calor era infame. No tanto como el de Jaén, pero se le acercaba. Pero el instituto donde nos examinamos era antiguo, con vestíbulos y salas grandes, y no se notaba tanto. Como todo iba por orden de lista, había que esperar para cuando le tocara a uno. Y mientras eso llegaba, mi curiosidad y un morbo especial me empujaron a ver cómo lo hacían mis compañeros/rivales. Al fin y al cabo, se trata de un concurso público, y puede asistir quien lo desee, incluyendo familiares y amigos. Y con esa maniobra decidida sobre la marcha, aprendí la primera cosa importante que me inspiró el proceso selectivo.

Comprendo que a las cinco personas a cuya lectura asistí, les sentara mal que yo entrara. Lo comprendo. Pero no lo comprendo. Al fin y al cabo, estás siendo un público educado, asistiendo a una clase leída, y encima no eres visto por quien habla, pues los visitantes nos sentábamos a la espalda de quien leía. Si eso te incomoda… ¿qué puedes esperar cuando tengas enfrente una camada de adolescentes hormonados hasta las cejas, que te van a radiografiar varias veces por minuto? Así que sí, se molestaron. Y me lo hicieron ver. Pero ni caso les hice, claro, y les invité a que ellos hicieran lo mismo. “Se aprende muchísimo, os lo aseguro”, dije. Y era verdad.

De ese modo comprobé que personas mucho más preparadas que yo a nivel teórico, con mucho mejores exámenes que el que luego iba a leer yo, colisionaban con un escollo elemental: no comprender ni el sitio, ni la temperatura, ni lo que estaba pasando ante los ojos de los examinadores. Vamos, la falta de empatía. Y alguno leyó cuatro hojas en 7 minutos; otro tiró el vaso de agua por el nerviosismo; otro hizo gala del mismo sentimiento con el molesto bailoteo de su pie contra el suelo; otro interrumpía constantemente su lectura bebiendo agua… y así. Yo fui tomando nota, como si fuera un examinador, y saqué mis conclusiones, rodeado de miradas asesinas por parte de mis oponentes.

Cuando me tocó a mí, realicé una lectura pausada, bien templada en la voz, con pausas suficientes, y tardando lo que fuera necesario para que quien estaba escuchando pudiera procesar. También pude cambiar sin que se notara algunas fechas en las que me había equivocado y que podían perjudicarme. Total, que me pareció que mi examen era decente, aunque sólo llegaba a ramplón en comparación con otros lumbreras que me precedieron (leer en voz alta un examen propio es una prueba de humildad terrible). Pero, como iba a suspender igual… Salí no contento, pero sí aliviado por haber pasado el trago.

Ocho días después. Una amiga encargada me daba la noticia. ¡Había pasado el corte! Un miserable 5,438. Pero bastaba para pasar a la encerrona. La sorpresa fue increíble, aunque la alegría no apareció por ningún lado, pues entonces fue cuando comprendí que ¡podía sacarlas! Y ahí fue cuando me entró el canguelo. Y me puse nervioso de verdad, para regocijo secreto de mi pareja y amigos cercanos.

Al poco, volví a aparecer en la capital de España, con una indumentaria “de domingo” y una mochila con 13 kg. de libros, apuntes, algún diccionario, chocolate blanco y dos botellas de agua. La llamada encerrona, consistía en el encierro en una sala cerrada durante tres horas, para preparar la clase oral y la programación didáctica de un tema (elegido de entre tres, extraídos al azar), que había de exponerse a lo largo de una hora. Esta vez la suerte se alió conmigo. Me tocaron un tema de Historia y otro de Arte, tan buenos (Prehistoria y Renacimiento), que los primeros diez minutos de los 180 de que disponía, los consumí decidiendo cuál prepararía. Me decanté por el de Arte.

Las tres horas pasaron en un puro santiamén y, la verdad, la bibliografía que se llevara podía aportar algo de orden, pero si no se tiene claro lo que decir, no sirve de nada. Con todo, esbocé un esquema que intenté llevar a cabo en la exposición oral, y cuando me avisaron que ya me tocaba, recogí todo, y me dispuse a morir matando.

Aquí también aprendí una cosa muy útil, que fue más una intuición previa y una constatación posterior: quien habla, o sea, el opositando, cuando sale a exponer, sabe de ese tema más que los examinadores. Parece un dato tonto. Pero no lo es en absoluto. Y sé de qué hablo, porque lo he comprobado cuando yo mismo formé parte de un tribunal de oposición en 2018. O sea, que yo sabía del Renacimiento –en ese momento– más que las cinco personas que me iban a escuchar a continuación. Y ese convencimiento pudo instilar unos gramos más de autoconfianza en un momento en que te la juegas con cualquier tontería.

Me encontré comodísimo y dominador de la escena, como no habría podido imaginar, hasta el punto de que cuando habían pasado 40 m. y yo aún estaba en dos tercios de mi exposición del tema, la presidenta del tribunal me urgió a que pasara a la programación didáctica, si no quería verme en serios apuros. Reconozco la misma falta de control del tiempo que en mi caso ha llegado a ser legendaria, si me siento a gusto hablando de algo (mis alumnos podrán corroborar esto). Y reconozco que estuvo a punto de escapárseme un “hostia puta”, que de aquella soltaba con frecuencia. Aceleré, malexpuse la parte última, y pillándome el toro, concluí mi participación en el proceso opositor de 1990.

Aun habiendo tenido muy buenas sensaciones, la atropellada finalización de la clase me había dejado algo mohíno. Pero como uno también tiene su vena sádica presta a aflorar, y el tren no salía hasta las 8 de la tarde, decidí asistir a ver cómo lo hacía alguno, y por la tarde asistí a una exposición. Una sola.

Quiso la casualidad que ese tipo, al que conocía de vista los días previos por lo que soltaba en voz alta, no por haber entablado con versación, fuera alguien que a todos nos caía fatal, por su petulancia, su seguridad, su chulería y hasta cierta falta de educación puntual. Pero ¡oh, señores!, la última lección que acabaría recibiendo en este proceso opositor cobraría forma sobre una pizarra verde. Aquel estúpido actitudinal, resultó ser un genio experimentado de la didáctica, y nos lo demostró a los cinco miembros del tribunal y a mí a lo largo de una hora en que nos dejó turulatos. Le tocó un tema de Geografía descriptiva: Francia. Pues bien, dado que en aquella no había medios -como ahora- con que apoyar la exposición, el tío dibujó en la pizarra con seis trazos rápidos ¡19 veces! el hexágono francés, con una soltura que nos dejó parados a todos. Cordilleras, ríos, polos industriales, redes de transporte, exportaciones, y más etcéteras, fueron expuestos en cada uno de los 19 mapas. Me acuerdo del número exacto, pues los conté, después de advertir tras el cuarto, que era imparable, y que ése iba a ser la base sustentadora de su discurso. ¡Y qué dicción! ¡Y qué soltura! ¡Y qué dominio de la gestualidad y de las pausas! Total, que lo que iba a ser una última maldad sádica, se me convirtió en un ladrillo más que añadir a mi muro masoquista. Salí de allí con la cabeza gacha, y habiendo disminuido 456 puntos mi euforia relativa de por la mañana.

Dos días más tarde, salían las notas definitivas. Un 7,246 que, unido a la nota anterior daba un resultado global de 6,342. ¡¡Había aprobado!! En esos momentos uno no se lo puede creer, aunque lo crea, y distrae la mente observando otros datos, como por ejemplo que quedé en la mitad de la tabla (puesto 84, de 160 plazas) o que el chulito a cuya exposición oral había asistido atónito, había obtenido el nº 1 absoluto, con un nueve largo, cuyos decimales no memoricé. Pero a mí eso ya me daba todo igual. Tanto me habría dado que hubiera quedado el último. En una oposición sólo cuenta obtener la plaza. Y eso, en la primera vez que me presentaba, acababa de suceder, de un modo impensable e inusual. Para que luego digan que la suerte no existe. Y de este modo dio comienzo, ahora ya sí, la otra mitad de mi vida. Sin duda la mejor.

Pd/ Pido disculpas por el excesivo metraje de esta última entrada. Lo consideré preferible a sumar una más, habiendo prometido acabar ya hoy

Pd/2 Si deseas leer los anteriores Hitos de mi escalera, puedes pinchar en la categoría del mismo nombre, ahí arriba, a la derecha. O aquí

2 Comentarios

  • Emma
    Posted 30 de marzo de 2021 08:09 0Likes

    Exacto. En una oposición sólo cuenta la obtención de la plaza. Una plaza que es la puerta a la independencia económica, a la autonomía, a la tranquilidad, al futuro. Y a la realización personal.
    De cómo se obtienen, y se siguen obteniendo, esas plazas y de la repercusión que está teniendo en el lodazal al que nos han abocado los barros de antaño no voy a hablar aquí.
    Aquí me congratulo por ti y por lo que supuso, para la vida que podemos contemplar desde la atalaya de los años, que te convirtieras en profesor.
    Un verdadero hito, a fe míq.

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 30 de marzo de 2021 08:17 1Likes

      Imagino que cada persona lo contará de un modo distinto, pero lo que cuenta es lo que cuenta. Sacar la plaza. El problema es que del mismo modo que el chulito (que era extraordinario) o como tú o como yo, también pasan verdaderos incompetentes que sólo saben hacer la o con un canuto, y con alguna ayuda. Eso, cuando no son jetas puros y duros, que también hemos conocido. Así que quedémonos con lo bueno, que fue llegarnos a encontrar. Y de ahí en adelante… ya vamos viendo. Ya sólo te queda uno para ir a la par que mis escritos. Gracias por tu constancia y apoyo. Muaaaa

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