HITOS DE MI ESCALERA (28)

Ese mismo verano intenso con mi primera chica que relaté en el último Hitos, fue también el último que viajé con mis padres y hermano de vacaciones estivales. Así como en la mayoría de cosas, no, en la del viaje de vacaciones mis dos padres estaban asombrosamente de acuerdo. Tomando como base la peregrina idea de que si los chicos tomaban sol y agua de mar en verano, se ahorrarían catarros en invierno, cada julio (desde que mi padre se compró el Seat 600, y luego con el Seat 127) nos encaminábamos a algún puerto de la costa cantábrica o atlántica. Allí solíamos pasar dos semanas, en régimen de pensión o apartamento -no había dinero para hoteles-. De ese modo, conocí La Coruña (allí vivía una tía mía, muy querida), Laredo, Gijón, Llanes y, sobre todo, la zona de las Rías Bajas, con el pueblo de El Grove como asentamiento base.

Pues bien, en el año 1981 el último viaje de vacaciones estival con mis padres fuimos a Santander, que mi madre, como buena citadina que ha sido, tenía ganas de conocer. Era un destino que a mí también me sugería mucho, porque en mi primer año de carrera, me había empapado de muchísima información sobre la Prehistoria, una de mis asignaturas favoritas siempre, y en concreto de la cantidad de cuevas que en la provincia de Cantabria había. Por eso, lo primero que propuse es que fuéramos a la cueva de Tito Bustillo, en Ribadesella, en el camino de ida, y más adelante al pueblo de Puente Viesgo, para ver las cuevas del Monte Castillo. Pero mis padres fueron muy claritos. Ellos no volverían a ver “piedrinas” (se referían a una excursión que planteé y fue aceptada, sobre unos petroglifos cerca de Marín, y un dolmen en Axeitos, hacía años). Se negaron en banda. Pero, al menos, dejaron que fuera yo, “si tanto interés tienes”. Y, sí, tanto interés tuve, y no a la ida, pero sí a la vuelta, conocí la cueva riosellana, que colmó mis expectativas, mientras ellos gozaban de la playa. Y lo de Puente Viesgo… pues fue cosa de autobús, paseo a pie y goce posterior. Tampoco digo nada del Museo Arqueológico santanderino, que para mí fue un hallazgo, aunque en aquella era objetivamente bien tétrico en comparación con el actual.

Ese último verano lo recuerdo también porque, enamorado como estaba de mi asignatura, cada vez que paseábamos por el centro de Santander, en los puestos de libros de ocasión, hurgaba para ver si encontraba revistas de Historia 16, que en aquélla fue uno de mis alimentos básicos; o bien ejemplares usados de libros clave. No tenía dinero, claro, y debía pedírselo a mis padres. En esto, justo es decirlo, mi padre no preguntaba demasiado, y solía facilitarme las pesetas correspondientes. Por el contrario, mi madre siempre opuso seria resistencia a todo lo que no fuera el “manual o libro de texto de toda la vida” (y ya ni cuento si le pedía algo para “novelinas”). Pero, mal que bien, regresé de Santander con una buena dosis de melanina veraniega y con un puñado de revistas de historia que devoraría los meses siguientes.

Ya no habría, sin embargo, más veranos con ellos. Mi madre se había mareado siempre, y cada vez que se montaba en el coche, ello le suponía revoltura de cuerpo seria para varios días. Además, la adolescencia de mi hermano se le fue atragantando cada vez más, a lo que se añadió mi marcha a estudiar Madrid dos años después, lo que acabó de darle la puntilla para inaugurar su época más depresiva y enferma. Tardaría varios años en poder irme de viaje por mi cuenta, y en otras compañías. Pero jamás les agradeceré a mis padres el esfuerzo que hicieron para que sus hijos tuvieran una infancia con veranos en el mar.

2 Comentarios

  • Emma
    Posted 10 de febrero de 2021 08:37 0Likes

    Los veranos en el mar son, también, una constante en mi infancia, mi adolescencia y mi juventud. Excepto tres que pasamos, respectivamente, en Cebreros, Villamanín y Rodiezmo, por aquella costumbre, extendida en Asturias, de ir a Castilla “a secar”.
    Te imagino en la Cueva de Tito Bustillo, en la de Monte Castillo, en tus paseos por Santander a la caza de “Historia 16” y reconozco al hombre en el que te has convertido. El que no puede sustraerse a las librerías de viejo, por si encuentra algún ejemplar digno de formar parte de su, ya, extensa biblioteca. El que viaja a ver todas las “piedrinas” que puede y atesora cada imagen que va guardando en su memoria de catedrales, monasterios, castillos o pequeñas iglesias románicas. En su memoria y en la tarjeta de su cámara.

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 10 de febrero de 2021 10:41 0Likes

      Pues sí. Era lo típico. Los de León, a por olas y salitre. Los de Asturias, a secaros, como bien dices. Eso, los afortunados que pudimos hacerlo, claro, que tampoco era lo más común. Por lo demás, sí, aquellos rasgos que mencionaba y en los que reconoces a quien soy en la actualidad, ya estaban presentes. Faltaban muchas cosas que pulir y cambiar, pero esas esencias no han cambiado un ápice. Por fortuna. Y sé que en tu caso, tampoco

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