EL MUSEO DE LOS CONTRASTES

Leo El cuaderno verde, una colección de aforismos de un supuesto pintor de principios del XX, que creó el inefable Max Aub. Me atraen varias de sus ideas sorprendentes. Pero una, me suscita la imaginación, que es lo que debe anhelar cualquier artista. En un momento dado, escribe: “Lo idiota no es un museo, los idiotas: quienes lo hacen, cuidando de poner juntos a los italianos o a los flamencos, buscando, además, los de la misma escuela, si es posible nacidos en el mismo año. Lo importante sería lo contrario, lo mismo que en el cuadro: buscar contrastes. Enseñaría sin que nadie tuviera que decir. Un Angélico al lado de Matisse, un primitivo catalán, al lado de Courbet, un Turner al lado de un David. Las pinturas comparadas. ¡Qué museo se podría hacer!”.

Me entusiasmo. La mente comienza a hilvanar recuerdos, a asociar pinturas. Creo de inmediato mi propio museo, donde disponer los mayores contrastes que pudiera imaginar. Cualquier Inmaculada de Murillo, repleta de almíbar, al lado del realismo desacralizado de La muerte de la Virgen, de Caravaggio. La violencia de La carga de los mamelucos, de Goya, contigua a la apacible atmósfera religiosa de El ángelus, de Millet. Una tabla románica con un pantocrátor y los doce apóstoles, junto a La raya verde, de Matisse. El homenaje a la sabiduría de todos los tiempos, de La academia de Atenas, de Rafael, frente al insultante mingitorio transformado en Fuente, por Duchamp. El excesivo detallismo preciosista de El matrimonio Arnolfini, de Van Eyck, próximo al suprematismo destructivo de Blanco sobre blanco, de Málevich. El oropel imperialista de La coronación de Napoleón, de David, junto a la abrumadora sencillez de La joven de la perla, de Vermeer. La terrible mirada asesina de Inocencio X, de Velázquez, contra la dulzura del rostro de Simonetta Vespucci, en El nacimiento de Venus, de Botticelli. Las líneas de contenida violencia de La ejecución de Maximiliano, de Manet, al lado de la diagonal vigorosa del Descendimiento, de Rubens. La espeluznante carnicería de la Crucifixión, de Grünewald, en sorprendente vecindad con la serenidad irreal del San Sebastián, de Ribalta. O bien el inasible movimiento del Autorretrato, de Bacon, puesto en cercanía de la mirada frontal directa de cualquiera de los autorretratos de Rembrandt. O incluso la subjetiva coloración de las pinceladas de La noche estrellada, de Van Gogh, frente a la grisalla xilografiada de Durero, retratando a Melancolía. Y en ese plan, hasta completar unos pocos centenares de obras maestras que, añadiendo la proximidad de sus contrastes, potenciarían aún más si cabe el alcance de sus enseñanzas, de sus significados, de sus goces.

En dicho museo desearía yo buscar alojamiento para el resto de mis días. En tal recinto, el número de libros que debieran acompañar mis pasos finales, no debieran ser tantos. Y el de fotografías, muchas menos.

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