EL INEFABLE ÁNGEL CAÍDO MADRILEÑO

No soy la persona que más ha viajado desde el inicio de los tiempos, ni de lejos. Además, soy más un turista que un viajero. Pero no me quedo mucho tiempo en casa. Viajo. Conozco. Fotografío. Disfruto mucho en mis desplazamientos. Mis temas son variados, pero la escultura y la arquitectura -por ese orden- copan mis querencias fotográficas. He transitado sólo por nueve países, incluido el mío, pero los nueve son de raíz judeocristiana. Pues bien, ¿a qué viene este recordatorio algo engreído? A que en todas mis correrías de mis casi seis décadas, jamás he encontrado una representación tridimensional como la que aquí se muestra: una imagen de Luzbel, Satanás, Belcebú, Lucifer, o como se le quiera llamar. Es la única escultura -que yo conozca- donde se muestra al Diablo como protagonista absoluto de la escena. Pero hay más sorpresas, más cosas sorprendentes.

Habida cuenta de que en nuestra cultura el Diablo es la encarnación del Mal, los modos en que las artes y los diferentes relatos lo retratan no son siempre favorecedores. De ahí la iconografía satánica, llena de cuernos, colores rojos intensos, tridentes, cola notoria, garras amenazantes y aromas sulfurosos. Pero en este caso se opta por ir al origen de la leyenda, aunque rastrearla no resulte fácil, por estar repartida entre fuentes diversas. Para quien lo haya olvidado, el Diablo, antes de convertirse en el antagonista malvado y negativo de la divinidad bondadosa y positiva, era uno de sus ángeles más conspicuos. Cierto es que su ambición y particular sentido de la justicia le impulsaron a rebelarse contra Dios, por lo que éste propició su caída en desgracia y su expulsión de la Corte Celestial. De hecho, el título de la obra en bronce es el de “Ángel caído”.

Porque sí, lo que vemos la escultura en la escultura es una figura humana alada, contorsionada en un tremendo escorzo, en cuyas piernas aparece una serpiente, prefiguradora de la forma que adoptará más adelante cuando tiente a los dos primeros humanos en el Jardín del Edén. No vemos nada desagradable. No es una escultura que suscite horror o sorprenda por la fealdad del retratado. Se nos da una expresión violenta, eso sí, llena de tensión y pathos, al modo del Laooconte helenístico, y con influencias del barroco y del romanticismo. Pero es un cuerpo bello, distribuidos sus volúmenes de un modo en el que la simetría brilla por su ausencia, dándose el caso de que si se rodea la fuente de la que es centro notorio, cada ángulo arrojará una visión diferente, complementaria, de la escena.

Lo de que se encuentre a una altura sobre el nivel del mar de 666 m. y las connotaciones esotéricas que algunos le han querido asociar, no decimos nada. Pero no deja de ser llamativo que España, paladín del catolicismo durante siglos, sea el país que albergue una obra que si no glorifica, sí concede un protagonismo extraordinario a la figura más señera del Mal, según la religión más aceptada por estos pagos. Lo cual certifica la naturaleza de profundos contrastes que nos caracteriza las más íntimas esencias.

Ricardo Bellver realizó la obra en yeso en Roma en 1877, y llegó a exhibirse en la Exposición Universal de París al año siguiente, para lo que hubo de ser fundida en bronce, ya en la capital francesa. Con posterioridad se encargó un pedestal (creado por Francisco Jareño en 1880) y la creación de una fuente en su emplazamiento definitivo en 1885, en uno de los puntos más concurridos del Parque del Retiro madrileño.

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