DEL ABOMINABLE ERROR DE JUZGAR LAS OBRAS POR LAS ACCIONES DE SUS CREADORES

Introduje yo el otro día en mi clase de arte el dilema de la separación -o no- de la moral de los artistas con respecto a sus obras (el asunto lo provocó un comentario mío sobre la vida de Michelangelo Caravaggio, que enlazó también con episodios de Benvenuto Cellini, luego Pablo Picasso, y demás). En ese contexto, dos alumnas hubo (participativas ellas, feministas ellas, comprometidas ellas) que se decantaron por una opinión contundente: si el artista es un impresentable, traidor, asesino, violador, mentiroso, avaro, maltratador, etc. su obra no puede ser éticamente buena, pues parte del mal, y lo que del mal surge nunca será bueno. La clase tocaba a su fin, era última hora, y no dio tiempo a que rematáramos el tema, que escindió a los alumnos, entre quienes apoyaron esa postura y quienes no tenían ni idea. Pero esa misma tarde, en una conversación con una buena amiga, le comenté lo acontecido en el aula, lo que resolvió ella sumándose a la postura de las antedichas alumnas. Y ahí ya me harté. A mi amiga le solté una retahíla de inconveniencias, y al día siguiente, ya en clase di un discurso de postulación, a los que no soy muy dado, pero que en este caso creo que convenía, porque las ideas equivocadas (según mi criterio, que es el del experto, en comparación con ellos) conviene combatirlas desde su origen.

Me revienta que se confunda a los padres con los hijos, y se les atribuya a éstos los errores o los crímenes de aquéllos. Del mismo modo, pienso, las obras de arte (música, pintura, escultura, cine, teatro, arquitectura, danza, tanto da) son hijas de sus creadores, y como tales, inocentes de la ética o el comportamiento de quienes las hicieron brotar de la nada. Hablo de obras de arte, no de panfletos ideológicos. Hablo de obras de arte, insisto, consideradas así por amplio consenso científico. Sin embargo, en los tiempos que corren, que además de muy pacatos y con sospechosas tendencias a la corrección política, se tiende a valorar las obras por los actos de sus creadores. Es moda muy reciente. Y como es moda, y además las redes sociales permiten crucificar a cualquiera con creciente impunidad y velocidad asombrosa, el resultado es que se llegan a cometer tropelías e injusticias sangrantes. Dos casos recientes, en el mundo del cine, el del director Woody Allen y el del actor Kevin Spacey, acusados de actos abominables, están en boca de todos. En ninguno de los dos casos hay una sentencia firme aún, lo cual añade más ignominia a su persecución. Pero eso no viene al caso. Si fueren demostrados los cargos de abusos infantiles al viejo director y los de la violación a un actor en el caso del maduro actor, deberían asumir sus penas, como es de ley. Pero, ¿afectaría a la calidad objetiva de sus carreras hasta esa fecha? Yo respondo que no, que en modo alguno, y ambos seguirían siendo dos personajes clave en el cine de la segunda mitad del siglo XX -el primero- y del último cuarto de siglo -el segundo. A sus obras no debiera, pero afectaría, eso sí, a quienes no son capaces de disociar ideas de actos, comportamientos privados de obra pública. Pero estas personas entienden poco de arte. Si aplicáramos esos criterios de selección, pocas obras se salvarían, se tratase de la época que fuera. El violento carácter de Caravaggio, convicto de más de una muerte, no afecta para nada a la revolución pictórica de sus realistas claroscuros. El oportunismo político de Picasso y su comportamiento maltratador con varias mujeres, no invalida en modo alguno al gigante artístico que fue. Y, para no eternizarnos, un ejemplo último más desconocido, y que tal vez escandalice a estos recientes puritanos de postal: los admirados edificios de mármol del Pentélico de la Acrópolis ateniense, hoy en ruinas pero que aún nos hablan del esplendor que pudo alcanzar la Grecia del s. V a. C, se construyeron sobre la apropiación indebida de los dineros de la Liga de Delos, coalición de diferentes polis que se había establecido para defenderse de otro posible ataque persa, pero que Pericles y Atenas se agenciaron para reconstruir con dinero ajeno la capital, incendiada en la segunda guerra médica.

Las personas somos responsables (o culpables, incluso) de nuestros actos, por los que debemos ser reconocidos (o condenados, incluso). Nuestras obras de arte no lo son. Despreciarlas por lo que fueron sus creadores es de ignorantes, envidiosos, hipócritas, mediocres y otras cosas más que es prudente y educado no constatar por escrito.

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