VINDICACIÓN DEL SILENCIO

Una caricia de silencio. Un zarpazo de silencio. Un impasse de silencio. Eso es lo que necesitamos tantas veces en la vida, y hasta varias a lo largo de un mismo día. El atronador ritmo de la existencia lleva aparejado demasiada cantidad de ruido medido en decibelios, pero también mucho ruido mental, mucha ganga desaprovechable que oculta la mena que podríamos extraer. Si el silencio nos acariciara, nos arrobara al menos unos instantes.

Cuando uno observa el gregarismo de la raza humana. Cuando uno analiza las causas por las que se interpreta tan mal esa tendencia natural hacia los demás, confundiendo la cercanía de los otros con la exigencia permanente de su compañía. Cuando uno mira, y además ve, resulta muy difícil comprender y resulta más difícil sumarse a la marea que todo lo invade, y que nos rodea en todas las direcciones.

Por ello, aislarse de los consejos de tantos que velan por nuestra buena salud, encerrarse (frente a la tentación de los concurridos parques, de los rutinarios paseos, de las hacinadas playas, de las consecutivas fiestas), sentarse en un sofá (tras apagar todos los aparatos electrónicos que nos abducen), elegir voluntariamente abrir los oídos (para escuchar con plenitud las palabras y sentimientos que fluyen del interior), son las únicas cosas que permiten reivindicar la extrañeza -frente a lo común-, la diferencia -contra lo establecido-, la salud -mental-, la alegría -plena y radiante-, surgidas todas ellas de la única fuente fiable: uno mismo.

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