TRAS EL DESAYUNO, ESTE SÁBADO

Ya los árboles del parque lucen sus hojas que me impiden contemplarlo a voluntad. El verde se impone cubierto del azul sorpresivo, iniciático. Las gaviotas y las urracas desayunan cada una como puede, encontrando, capturando, robando. Por la calle, nadie todavía (es demasiado pronto). Ni una gota de viento. Todo en calma. Todo por suceder. Todos los libros del mundo a mi disposición, aunque sólo pueda leer dos o tres a la vez. Todas las fotografías de mi archivo personal, solicitando mi atención. Dos o tres montañas de suplementos atrasados me recuerdan mi desidia. Algunos exámenes todavía por descifrar me indican a lo que dedico casi un tercio de mi existencia. El edificio, en absoluto silencio. Sólo se oye el zumbido monótono del ordenador, donde escaneo negativos antiguos. En la cadena, coloco un compacto con la obra más conocida de Vivaldi, aún no sé por qué. El salón se inunda de música descriptiva y de arpegios muchas veces escuchados. La imaginación se excita. Tecleo un relato corto. Tras una hora de zascandileo informático, me levanto. Como una manzana. Miro desde la terraza. Me hago algunas preguntas que no tienen respuesta individual. Pienso en lo que haría si no estuviese aquí. Pienso en lo que haría hoy si no estuviese solo. Pienso en lo que estarán haciendo aquellos que más quiero. Pienso en lo que tal vez suceda la semana pasada. Pienso. Regreso al salón, y ahora el sofá lector toma el relevo para acoger mi cuerpo. Conversaciones de una periodista argentina con veintiséis personalidades de las letras, las artes… Me imagino asistiendo desde un lado de la habitación a esas charlas, entreveradas de silencios. Me sonrío, de nuevo, fascinado ante la magia que procura un libro. Y continúo.

(Así comenzaba este sábado, hace unas horas. Tras el desayuno, tras las abluciones, tras el periódico del día.)

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